Ioannes Paulus PP. II
Evangelium vitae
a los Obispos
a los Sacerdotes y Diaconos
a los Religiosos y Religiosas
a los Fieles laicos
y a todas las Personas de Buena Voluntad
sobre el Valor y el Caracter Inviolable
de la Vida Humana
1995.03.25
INTRODUCCION
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje
de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida
fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como
gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo:
os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor »
(Lc 2, 10-11). El nacimiento del
Salvador produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone
también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la
alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por
cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que
consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado
gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es
precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los
aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor
incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más
allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la
participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación
sobrenatural manifiesta la grandeza y
el valor de la vida humana incluso en
su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y
parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que,
inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don
de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta
llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En
verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para
que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en
el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de
la vida, recibido de su Señor, 1 tiene un eco profundo y persuasivo
en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque,
superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo
sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su
corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor
sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el
derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo.
En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la
misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este
derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio
Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico
se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al
mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3,
16), sino también el valor incomparable
de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre
con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los
hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable
y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de
la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y
fundamental de la Iglesia. 4
Nuevas
amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del
Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,
14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a
la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,
afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la
compromete en su misión de anunciar el Evangelio
de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante
multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los
pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas
plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se
añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció
con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta
años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez
más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la
certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «
Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que
viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas
corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo
que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador
».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de
disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por
el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la
dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva
situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y -podría decirse- aún más
inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la
opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los
derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo
la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de
practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las
estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de
entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las
legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios
fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso
reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo
tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral.
Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el
común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma
medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida
humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos
actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma
y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y
legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que
pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y
activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se
encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la
verdad y el bien de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el
fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su
ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma,
casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más
percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor
fundamental mismo de la vida humana.
En
comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio
extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de
1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo.
Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos
presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad
cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la
autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter
inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que
hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el
Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su
colaboración para redactar un documento al respecto. 6 Estoy
profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome
valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su
unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la
Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la
Encíclica Rerum novarum, llamaba la
atención de todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la
clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó
su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la
persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar
voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico
en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y
oprimidos en sus derechos humanos ». 7
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son,
concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho
fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar
ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las
injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en
tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves,
consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un
nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los
Países del mundo, quiere ser pues una confirmación
precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y,
al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios:
¡respeta, defiende, ama y sirve a la
vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia,
desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que
lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada
hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y
hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de
la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana
que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para
afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como
completando idealmente la Carta dirigida
por mí « a cada familia de
cualquier región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a
todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada
nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy -aun
en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas- ella se mantenga
siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo
de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que,
juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza,
trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una
nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica
civilización de la verdad y del amor.
CAPITULO
I
LA SANGRE
DE TU HERMANO CLAMA A MI DESDE EL SUELO
ACTUALES
AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
« Caín se lanzó contra su
hermano Abel y lo mató » (Gn 4,
8): raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la
destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia
del diablo entró la muerte en el mundo, y
la experimentan los que le pertenecen » (Sb
1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado
al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de
vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción
con la experiencia lacerante de la muerte
que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana.
La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo
violento, a través de la muerte de Abel
causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín
contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4,
8).
Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página
emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a
escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de
los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y
de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de
los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación
de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró
propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por
lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a
Caín: "?Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es
cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta
está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que
dominar".
Caín dijo a su hermano Abel:
"Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su
hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín:
"?Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso
el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el
suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para
recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará
más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor:
"Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de
esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y
cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al
contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el
Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en
el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se «
abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el
motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo,
indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le
reprende recordándole su libertad frente
al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán,
es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está
acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero
Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te
codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn
4, 7).
Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del
Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, « la
Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín,
revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de
la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el
enemigo de sus semejantes ». 10
El hermano mata a su hermano. Como en el primer
fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa
a los hombres en una única gran familia 11 donde todos participan del
mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces
se viola también el parentesco « de carne
y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la
relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un
contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la
eutanasia.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era
homicida desde el principio » (Jn 8,
44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis
oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo
del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3,
11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste
testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del
hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre
contra el hombre.
Después del delito, Dios interviene
para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el
paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta
con arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha
sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas
sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona.
« ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »:
Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad
que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente
en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus
semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los
miembros más débiles de la sociedad -es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes
y niños- y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre
los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la
supervivencia, la libertad y la paz.
9. Dios no puede
dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre
del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn
37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha
sacado la denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de
Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario.
12 Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad,
en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la
humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien
atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también
por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado:
tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente
el ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones
interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de
soledad y de lejanía de Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de
estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que
le encontrase le atacara » (Gn 4,
15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no
condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo
frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad
personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se
manifiesta el misterio paradójico de la
justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se
había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el
momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la
misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al
culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o
suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...)
Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró
como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de
la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso
castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del
pecador y no su muerte ».13
« ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor
de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ¿Qué has hecho? Se oye la
sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la
sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en
generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se
dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud
y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de
la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan;
reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos
mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la
desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían
remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio,
intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con
homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
?Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres
humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al
hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y
las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las
guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos
conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que
se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la
criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la
sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores
de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta
gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o
encubiertas, en nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en
particular, en otro género de atentados, relativos
a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad
singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva,
el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta
el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución
mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos
atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando
está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en
gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que
constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».
?Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración
múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que
engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética,
haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus
derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades
existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad
compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con
frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular
pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el
dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas,
especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y
promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy
sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia no deje de
señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que
se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones
de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el
derecho a la existencia de una persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual
problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida
incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad
objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que
se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura
contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «
cultura de muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes
corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de
la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de
vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría
más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso
insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su
enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone
en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a
ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se
desencadena así una especie de « conjura
contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus
relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a
perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los
Estados.
13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas
destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la
muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del
médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada
casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces
contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma
de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción,
segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se
acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar
obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción,
mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos
recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del
aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva »
-bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad,
respetando el significado pleno del acto conyugal- son tales que hacen
precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida
no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada
justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la
anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista
moral, son males específicamente
distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como
expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser
humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el
aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto
divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están
íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no
faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la
presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden
eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos
otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e
irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de
libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad.
Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a
evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la
práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo
demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos,
dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma
facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las
primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al
servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en
realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que
son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del
contexto integralmente humano del acto conyugal, 14 estas técnicas
registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación
como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo
general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en
número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y
estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos
o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico
o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico »
del que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales, que
no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales
cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son
ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad -equivocadamente
considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica »- que acoge la vida
sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la
enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios
más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves
deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más
desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar,
en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada
para siempre.
15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y
cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza
la tentación de resolver el problema del
sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento
considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente
convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el
sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por
una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para
el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que,
por una parte, el enfermo -no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la
asistencia médica y social-, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia
fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo,
puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto
se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe
eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una
visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también
una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor
de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es
derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda
perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo
esto en la difusión de la eutanasia, encubierta
y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por
una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por
razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos
para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los
minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son
autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante
otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas
podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de
órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar
los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual,
en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades
diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y
desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos;
los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de
aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor
desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación
de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales -serias
políticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa
producción y distribución de los recursos- mientras se continúan realizando
políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre
las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la
natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos
métodos y atentados contra la vida en las situaciones de « explosión
demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los
hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran
asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy
no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una pesadilla el
crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más
pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus
Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves
problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el
derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por
cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas
económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la
aceptación de una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo
verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los
que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular
proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una
vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación
de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de
la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al
contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas
procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los
"Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y
sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra
la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de
vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado
el mayor éxito posible ».15 Más allá de las intenciones, que pueden ser
diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la
solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso a
Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas
campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con
frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura
que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la
misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras
muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones
incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy acaso yo el guarda de mi
hermano? » (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no
sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a lasmúltiples causas que lo determinan. La pregunta
del Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn 4,
10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su
gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o
incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de
perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias
pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la
consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas
moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado
reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano
cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e
inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos
delitos contra la vida como legítimas
expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas
como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo
proceso histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos humanos »
-como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y
legislación de los Estados- incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se
proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma
públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda
prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más
emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del
hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel
mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de
todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión,
opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente
en la realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta
escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la
afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al
mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas
afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida
legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas
declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y
del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente
contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una
amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la
convivencia democrática: nuestras
ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a
sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se
dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma
de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio
retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se
desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo
de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación,
oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos
económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y
condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida
humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están las
raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral,
comenzando por aquella mentalidad que,
tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo
reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos,
incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás.
Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación
del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos humanos se
fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a
diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de
nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación
verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con
estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de
nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido
en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que
sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de
afectos. Es,
por tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza
de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de
los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo
absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y
al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida
naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de
altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte,
en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que
acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados
a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la
pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de
su hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de
este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un
gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización
mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la
libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido
original y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí
misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no
reconoce ni respeta su vínculo
constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse
de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una
verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona
acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias
decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión
subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora
profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de
autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los
demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los
intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de
compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en
la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un
relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es
negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la
vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o
estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o
se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte
-aunque sea mayoritaria- de la población. Es el resultado nefasto de un
relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal
porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la
persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la
democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo
fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir
según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder
disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no
nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa,
en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más
firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto
o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero
en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el
ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es
traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de
dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e
inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las
discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser
defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se
verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a
la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la
misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y
reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los
demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En verdad, en
verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).
« He de esconderme de tu
presencia » (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la
lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no basta
detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario
llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre,
característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo,
que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las
mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera,
entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a
perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su
vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo
del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva
ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de
Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por
parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige
así al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me
echas de este suelo y he de esconderme de
tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera
que me encuentre me matará » (Gn 4,
13-14). Caín
considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino
inevitable será tener que « esconderse de su presencia ». Si Caín confiesa que
su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y
su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer
su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David, que
después de « haber pecado contra el Señor », reprendido por el profeta Natán
(cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi
delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti
sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 51 50, 5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios,
también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma
lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura sin el Creador
desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida ».17 El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente
otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos
seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de
perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su
materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el
carácter trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la vida
como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a su
responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración ». La
vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre reivindica como su
propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de
dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo
con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se
preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se
afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias
originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que simplemente se
pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el
sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma
naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible a
todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea
misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de
Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la
angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la
postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en
ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la
naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya, que una vez más
desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el hombre pierde no
sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce
inevitablemente al materialismo práctico,
en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se
manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: «
Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los
entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la
consecución del propio bienestar material. La llamada « calidad de vida » se
interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo
desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más
profundas -relacionales, espirituales y religiosas- de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento,
elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de
posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado como inútil, más aún,
combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es
posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece,
entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre
la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo
y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a
pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías
que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente,
también la sexualidad se
despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es
decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la
persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio
yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma
y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos
significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto
conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y
la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la
práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio
deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no,
en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a
la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento.
Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el
enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal
-el del respeto, la gratuidad y el servicio- se sustituye por el criterio de la
eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «
es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más
fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de
la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre,
con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda,
sobre todo, la conciencia de cada
persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios.
18 Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral
» de la sociedad. Esta es de algún
modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a
la vida, sino también porque alimenta la « cultura de la muerte », llegando a
crear y consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado » contra la
vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a
causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en
relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran
parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a
los Romanos. Está formada « de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1,
18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin
necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su insensato
corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de sabios se volvieron
estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y « no
solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia,
este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6,
22-23), llama « al mal bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia
la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el
silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de
cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo
camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la sangre
de la aspersión » (cf. Hb 12,
22.24): signos de esperanza y llamada al
compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el
suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la
sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y
defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel
es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a
Dios la sangre de Cristo, de quien
Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la
Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a
la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión
purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De
ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la
Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida
a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11).
Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de la
aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador de la Nueva
Alianza « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del
costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn
19, 34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una «
justicia » más profunda, pero sobre todo implora misericordia, 19 se
hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela
la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos
de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol
Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de
vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa,
como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de
Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn
13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina
de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe
tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran
Redentor" (Himno Exsultet de la
Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el
hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por
tanto su vocación, consiste en el don
sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la
sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los
hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos.
Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús
(cf. Jn 6, 56) queda comprometido en
su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la
vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la
vida. Esta
sangre es justamente el motivo más grande
de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el
designio divino la vida vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz
potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que
la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria
definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está escrita:
"La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta
victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente
marcadas por la « cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen
unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia
de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para
manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una
adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas
iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han
surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil,
a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos,
movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que,
con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más
excelente del matrimonio ».21 No faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a
niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas
minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros
de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas
y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y
material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen
y se difunden grupos de voluntarios
dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en
condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente
educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el
sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran
dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por
encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran
del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy
para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase
aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar,
incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas,
los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e
internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las
poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una
verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos
está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados
hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una
apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y
a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en
todo el mundo movimientos e iniciativas
de sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica
inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia,
estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del
valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
?Cómo no recordar, además, todos
estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que
un número incalculable de personas realiza con amor en las familias,
hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades,
en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús «
buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37)
y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad:
tantos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas
antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a
Dios ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la cual
la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más
auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la
mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos,
sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos
estratos de la opinión pública, de una
nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de
solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la
búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión
armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de
muerte, incluso como instrumento de « legítima defensa » social, al
considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para
reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha
cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en
las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas
no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la
búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente
significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el
nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo -entre creyentes y
no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones- sobre problemas
éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a
todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque
entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la «
cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio
» de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con
la responsabilidad ineludible de elegir
incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: «
Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo
delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida
también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la « cultura
de la vida » y la « cultura de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es
aún más profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y
moral. Se
trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en
fidelidad y coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida,
para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su
voz, viviendo unido a él; pues en eso
está tu vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su
significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por
la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a
afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que
estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha
venido entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la
sangre de Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la
situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la
responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida.
CAPITULO II
HE VENIDO
PARA QUE TENGAN VIDA
MENSAJE
CRISTIANO SOBRE LA VIDA
« La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2): la mirada
dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra la
vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una
sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza
suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está
llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, «
Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En
realidad, el Evangelio de la vida no
es una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni
sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios
significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro
mejor. El Evangelio de la vida es una
realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se
presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14,
6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy
la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que
vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11,
25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres
para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre
la posibilidad de « conocer » toda la
verdad sobre el valor de la vida humana. De esa « fuente » recibe, en
particular, la capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar
en plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida
humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio de la vida que, anticipado ya
en la Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el
corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada conciencia « desde el
principio », o sea, desde la misma creación, de modo que, a pesar de los
condicionamientos negativos del pecado, también
puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como
dice el Concilio Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con
sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa
resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con
nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos
resucitar a una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús
queremos volver a escuchar de El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio
de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación del
mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al
comienzo de su Primera Carta: « Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de vida -pues la Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que
estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó- lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros »
(1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y comunica la vida divina y
eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del
hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado:
en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el
hombre que vive en este mundo. El Evangelio
de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón humana
dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción es
el Señor. El es mi salvación » (Ex 15,
2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre
la vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las
vicisitudes del Exodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo
Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios.
Cuando parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende
a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex
1, 15-22), el Señor se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro
a quien está sin esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón
que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el
reconocimiento de una dignidad indeleble y el
inicio de una historia nueva, en la que van unidos el descubrimiento de
Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y ejemplar. Israel aprende
de ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir
a Dios con confianza renovada para encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi
siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!
» (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia
como pueblo, avanza también en la percepción
del sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión que se
desarrolla de modo particular en los libros sapienciales, partiendo de la
experiencia cotidiana de la precariedad de
la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las contradicciones
de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no
oír el gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job? El
inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ¿Para
qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a
los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un
tesoro? » (3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta
hacia el reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé que eres
todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el
germen de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón de los hombres: «
El ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo
en sus corazones » (Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera
manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la
participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha
restablecido a este hombre » (cf. Hch
3, 16): en la precariedad de la
existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en
la de todos los « pobres » que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios «
amante de la vida » (cf. Sb 11, 26)
había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios
anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus
vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos
oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta
Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión.
Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo « disminuida »,
escuchan de El la buena nueva de que
Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un
don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son interpelados particularmente por la predicación y las
obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan
(cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su
palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del
fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que
anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena
con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la
vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos
los días junto a la puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén para pedir
limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de
Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch
3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser
consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a
quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación
social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y
espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la
enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador,
la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: « No
necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a
llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de
bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en
realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin
haber logrado percibir su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin,
se da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la
vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la
vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al « sí » decidido y gozoso
de María (cf. Lc 1, 38). Pero también
siente, en seguida, el rechazo de un
mundo que se hace hostil y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el
cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: « no tenían sitio
en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste
entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de
Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la
casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para
toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: «
siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su
pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de
la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también
compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante
toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le
otorgó el nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en
su muerte donde Jesús revela toda la
grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de
vida nueva para todos los hombres (cf. Jn
12, 32). En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma
pérdida de la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del
Padre. Por
eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué
grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha
hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir la
imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro
del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o,
más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a
comprender.
?Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda
la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y
admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las
demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la
tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el
mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6).
Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición:
« el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus
raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo
al hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más
perfecta. Toda la creación está ordenada
al hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla; mandad...
en todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a
la mujer. Un
mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó,
pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo
labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así
se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas
a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre
puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas
se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como
fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que
establece un vínculo particular y
específico con el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo
particular y específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce
que Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y
los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su
dominio sobre el mundo, sino también las
facultades espirituales más características del hombre, como la razón, el
discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e inteligencia
los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si
17, 6). La capacidad de conocer la
verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su
Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt
32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene «
capacidad para conocer y amar a su Creador ».24 La vida que Dios da al
hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud
de vida, es germen de un existencia que
supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2, 23).
35. El relato yahvista de la creación expresa también la
misma convicción. En efecto, esta antigua narración habla de un soplo divino que es infundido en el hombre para que tenga vida: « El Señor Dios
formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y
resultó el hombre un ser viviente » (Gn 2,
7).
El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción
que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí
mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al
experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la
verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre
en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición de la mujer,
es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el
espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo
interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se
refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de
él te cuides? », se pregunta el Salmista (Sal
8, 5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero precisamente este
contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste
(también se podría traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria
y de esplendor » (Sal 8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro
del hombre. En él encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado
y conmovido san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del
mundo con la formación de aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce
su dominio sobre todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y
la belleza suprema de todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un
reverente silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó
al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en
efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus
virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el
Dios que dijo: "?En quién encontraré reposo, si no es en el humilde y
contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una
obra tan maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se
oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre se
rebela contra el Creador, acabando por idolatrar
a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y
sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí
mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los
demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de desconfianza,
indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido
profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se
manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana:
« El es Imagen de Dios invisible » (Col 1,
15), « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del
Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su
cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura
el designio de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el
mundo, la obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama
sobre los hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la
vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el
apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último
Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15,
45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la
imagen divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el designio de
Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el esplendor de
esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de la idolatría,
puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
« Todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás » (Jn 11, 26): el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los
hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está
« en él » y es « la luz de los hombres » (Jn
1, 4), consiste en ser engendrados por
Dios y participar de la plenitud de su amor: « A todos los que lo
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1,
12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: «
la vida »; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria
para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que no
nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la
misión de Jesús: él « es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con
toda verdad: « El que me siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de « vida eterna », donde el adjetivo no se refiere
sólo a una perspectiva supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y da,
porque es participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el que cree en
Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas palabras que
revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las « palabras de
vida eterna » que Pedro reconoce en su confesión de fe: « Señor, ¿a quién vamos
a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú
eres el Santo de Dios » (Jn 6,
68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios
y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo en la propia vida, que ya
desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina.
38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y
a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una
gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta
inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace
suyas las palabras del apóstol Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la verdad
cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a
su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios
en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y
completa su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de Dios
», pero « la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su
misma condición terrena, en la que ya
ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente
la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva
extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta
perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la
simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en
relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder
hacer de la propia existencia el « lugar » de la manifestación de Dios, del
encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús nos da no disminuye
nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino
último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas de
la vida de su hermano » (Gn 9,
5): veneración y amor por la vida de
todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su
imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el
hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del
diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo
animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa
de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su
acción creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su
poder: « El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de
toda carne de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace
bajar al Seol y retornar » (1 S 2,
6). Sólo El puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus
criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de Dios,
no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge,
alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como niño
destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí! » (Sal 131
130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes
de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de una mera
casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un designio de amor con
el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y se opone a las
fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni
se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que
subsistiera » (Sb 1, 13-14).
40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el
principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta « ¿Qué
has hecho? » (Gn 4, 10), con la que
Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel,
presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su conciencia siempre
es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida -la suya y la de los demás-,
como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y
Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las « diez palabras » de la
alianza del Sinaí (cf. Ex 34,
28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No quites la vida al inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también condena -como se
explicita en la legislación posterior de Israel- cualquier daño causado a otro
(cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se
debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de
la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de
la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces
vigente, que establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte.
Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a
perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida
física y la integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo
que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo
como a ti mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no matarás », incluido y
profundizado en el precepto positivo del amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su
validez. Al joven rico que le pregunta: « Maestro, ¿qué he de hacer de
bueno para conseguir vida eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos » (Mt 19,
16.17). Y cita, como primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la
Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia
superior a la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a
la vida: « Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que
mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice
contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias
positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas
estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba
de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y
amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en
general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren
vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van
desde cuidar la vida del hermano (familiar,
perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a
hacerse cargo delforastero, hasta
amar al enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse
prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como
enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja
de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35)
y « hacerle el bien » (cf. Lc 6,
27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de
gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen
de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el
amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad
por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que
hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre
tiene su aspecto más profundo en la exigencia
de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es la enseñanza que
el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos
de Roma: « En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no
codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La
caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud
» (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y
henchid la tierra y sometedla » (Gn 1, 28): responsabilidades
del hombre ante la vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una
tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a
participar de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y
les dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y
sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo
animal que serpea sobre la tierra" » (Gn
1, 28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que
Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del
dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la
Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu Sabiduría
formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, y
administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista
exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del
Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti
bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y
las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad
específica sobre elambiente de vida, o
sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su
vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es
la cuestión ecológica -desde la
preservación del « habitat » natural de las diversas especies animales y formas
de vida, hasta la « ecología humana » propiamente dicha28- que
encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución
respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, « el dominio
confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar
de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor
parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y
expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del
árbol" (cf. Gn 2, 16-17),
muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las
leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda
impune ».29
43. Una cierta participación del hombre en la soberanía
de Dios se manifiesta también en la responsabilidad
específica que le es confiada en
relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza
su vértice en el don de la vidamediante
la procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos
recuerda el Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno que
el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y
que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en
su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y
multiplicaos » (Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta participación especial » del hombre y de la mujer
en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación
de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en
cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se
hace presente. Como he escrito en la Carta
a las Familias, « cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo
hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios
mismo: en la biología de la generación
está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en
cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación
de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos
subrayar más bien que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo
está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto,
solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia
del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por
consiguiente, la continuación de la creación ».31
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado
refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los
vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de
la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del
Señor » (Gn 4, 1). Por tanto, en la
procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y
la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal. 32 En
este sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: «
El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los
bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento
treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien
puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3).
Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva
criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el
amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
propia familia cada día más ».33 En este sentido el obispo Anfiloquio
exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los dones
terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de imágenes de Dios
».34
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra
divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre
al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe
a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en
condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda,
pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de
sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos,
encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has
formado » (Sal 139 138, 13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación muy
precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la
eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios -sobre todo en relación
con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez- las exhortaciones al
cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar
la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como
también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho
de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en
estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de
Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición,
mientras que la prole numerosa es considerada como una bendición: « La herencia
del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia
que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según
la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes
contarlas... así será tu descendencia » (Gn
5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los
padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con
respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el seno
materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial
de la existencia y la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que
nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1,
5): la existencia de cada individuo,
desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo profundo de su
dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su
cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de confianza y
manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: «
Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que
me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me
vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y
me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud
cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios
sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos. 35
?Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso
proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa
acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo
pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio
y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la
esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis
en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco
organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que
modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os
devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por
vosotros mismos a causa de sus leyes » (2
M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo Testamento confirma elreconocimiento indiscutible del valor de la
vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente
de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su
embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su
concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María
e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos,
los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro
comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los
hombres. «
Bien pronto -escribe san Ambrosio- se manifiestan los beneficios de la llegada
de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz,
pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según
las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del
misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó
la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas
proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se
aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas
empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de
gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre
antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también
colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo:
"Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10): la vida en
la vejez y en el sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos de la
existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia
expresa a la problemática actual del respeto de las personas ancianas y
enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su
fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está
afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano,
reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la
familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el
prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6,
23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario,
reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud...
Y ahora que
llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu
brazo a todas las edades venideras » (Sal
71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que
« no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El
creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos
está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que
de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda
carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de
la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado
del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad,
el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a
renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades »
(cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece
que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre -hasta moverlo a
gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno »
(Sal 102 101, 12)-, también entonces
el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de
Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la
muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo:
"Muy desdichado soy"! » (Sal 116
115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi
alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones
realizadas, manifiesta cómo Dios se
preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del
espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva
a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al
enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que
la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando
que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos,
purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt
10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su
condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le
puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien
quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A
este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no
vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al
Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf.
Jn 10, 15). También la muerte de Juan
el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es
un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque
pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6,
17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar
fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a
quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados
por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o
morir. En
efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos,
nos movemos y existimos » (Hch 17,
28).
« Todos los que la guardan
alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo
indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el
don de Dios, debe comprometerse a mantener
la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a
condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la
consecuencia de poder ser también una amenaza para la existencia de los demás,
una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en
cada situación.
La verdad de la vida es revelada
por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección
debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su
propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio
de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su
pleno significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan
fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión
corpórea. El mandamiento se presenta
en ella como camino de vida: « Yo
pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del
Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus
caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te
multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar
para tomarla en posesión » (Dt 30,
15-16). Está
en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino
el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto, es
absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena alejándose
del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos
del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si
17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que
carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y
la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que
salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es
mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de
vida » (Hch 7, 38), relacionadas con
este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse
en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver
límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la
plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no
matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus
dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la
verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en
su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino...
de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y
justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y
felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la
abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios
ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo
de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios, los
Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica de la
vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron,
Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el
agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes
desprecian la vida y violan los derechos de las personas: « Pisan contra el
polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta
Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad
sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti »
(22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se
preocupan sobre todo de suscitar la espera
de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios
y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para
comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias al don
de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis
purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os
purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo
» (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo »
se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la
vida: ser un don que se realiza al darse.
Este es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la
figura del Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá
descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su
Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su
cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y
los Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace
definitivamente « evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios sobre el
mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas
originarias. Es la Ley Nueva, « la
ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da
la vida por sus amigos (cf. Jn 15,
13), es el don de sí mismo en el amor a
los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida,
porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3,
14). Es ley
de libertad, de alegría y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en el árbol de la
Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado
el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros
a contemplar a Aquél que atravesaron y
que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19,
37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el
cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el
sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó
por medio » (Lc 23, 44.45). Es
símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas
del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos
encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la
muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el
resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se
manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida
humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de
su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de
sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado,
ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin
embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa
manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad
extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo
ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus
perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice
al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23,
43). Después
de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos
resucitaron » (Mt 27, 52). La
salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su
existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a
todos (cf. Hch 10, 38). Pero los
milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra
salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al
hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el
prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que
atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza
segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi
atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo:
"Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el soldado romano « le
atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu »
presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero
parece aludir también al « don del Espíritu », con el que nos rescata de la
muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los
sacramentos de la Iglesia -de los que son símbolo la sangre y el agua manados
del costado de Cristo-, se comunica continuamente a los hijos de Dios,
constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más
profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: «
He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a
los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por
ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos » (Mc 10, 45),
alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por
sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió
por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida
encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo
tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos,
realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de
nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has
comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú,
somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que
sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del
hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
CAPITULO III
NO MATARAS
LA LEY
SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos » (Mt 19,
17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro,
¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos » (Mt 19, 17). El
Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma
de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor,
incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es el primer
precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos
debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está
nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la alegría del
hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable
del Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto es, buena y
gozosa noticia. También el Evangelio de
la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete
al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser
aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios
exige al hombre que la ame, la respete
y la promueva. De este modo, el don se
hace mandamiento, y el mandamiento
mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor.
« Dios creó al hombre -escribe san Gregorio de Nisa- de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de
Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza
está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el
mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que
participa con su dignidad en la perfección del modelo divino ».38
Llamado a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre
todos los seres inferiores a él (cf. Gn 1,
28), el hombre es rey y señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo
de sí mismo 39 y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y
que puede transmitir por medio de la generación, realizada en el amor y respeto
del designio divino. Sin embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial,
reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe
vivirlo con sabiduría y amor,
participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva
a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa
(cf. Sal 119 118), que nace y crece
siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado
al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y
para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño
absoluto y árbitro incensurable, sino -y aquí radica su grandeza sin par- que es
« administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como
un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del
hombre al hombre » (cf. Gn 9, 5): la vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio
comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una
especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida
desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede
atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente
».41 Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios
sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone
al hombre el precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto -como ya he indicado- se encuentra en el
Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo
elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la
humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por
tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se
refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se
hace juez severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está en
la base de la convivencia social. Dios
es el defensor del inocente (cf. Gn 4,
9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19 18,
15). También
de este modo, Dios demuestra que « no se recrea en la destrucción de los
vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás
puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida
desde el principio », y también « mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo
conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o
frutos de vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un
fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido.
Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto
por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se
da, acoge y sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones,
fue madurando progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran
anuncio de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a
Dios; « de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22, 36-40). « Lo de... no matarás...
y todos los demás preceptos -señala san Pablo- se resumen en esta fórmula:
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14).
El precepto « no matarás », asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley, es
condición irrenunciable para poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma
perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: « Todo el
que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida
eterna permanente en él » (1 Jn 3,
15).
Desde sus inicios, la Tradición viva
de la Iglesia -como atestigua la Didaché,
el más antiguo escrito cristiano no bíblico- repite de forma categórica el
mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la
muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo
mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su
madre, ni quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es
éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no
conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios;
los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos,
jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos,
de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado
unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ». Es
sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres
pecados más graves -junto con la apostasía y el adulterio- y se exigía una
penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida
arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que
está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde
siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que
la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado
de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el
mandamiento de Dios. 43 En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una
verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por
ejemplo, de la legítima defensa, en
que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro
resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor
intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás
son la base de un verdadero derecho a la
propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado
en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo
como uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse
por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que
profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las
bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5,
38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho,
sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien
común de la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la
necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación.
En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se
ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente
responsable por falta del uso de razón. 45
56. En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay,
tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir
una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se
enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la
dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios
sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «
tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta
».46 La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos
personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación
del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia
libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el
orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un
estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse. 47
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben
ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida
extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es
decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin
embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución
penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según
el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas
contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las
personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios,
porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y
son más conformes con la dignidad de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida,
incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás »
tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e
indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra su
defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es
una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por
su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido
sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo,
preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de
acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad
sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida
humana inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la Iglesia ha
intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable
de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha
unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos
doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en
particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la
intervención del Concilio Vaticano II. 50
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores,
en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano
inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en
aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el
propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es
corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la
Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 51
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es
siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como
fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley
moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes
fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede autorizar
la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto,
anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto
homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede
consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente
imponerlo ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el
derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social
que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia,
reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como
una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la
eliminación directa de un ser humano inocente « no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna
diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales
».53
« Mi embrión tus ojos lo veían »
(Sal 139 138, 16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer
contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen
particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto
con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando
progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la
mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una
peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de
distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca
el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del
aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de «
interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a
atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno
lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra
puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como
quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia,
que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si
se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano
que comienza a vivir, es decir, lo más inocente
en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor,
y menos aún un agresor injusto! Es débil,
inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de
defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del
recién nacido. Se halla totalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno.
Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su
eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre
un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del
fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes,
como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la
familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de
existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y
otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano
inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no
nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante
todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente
a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta
decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: 55 de
esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de
comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden
olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de
familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan
fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda
de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes
directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los
médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la
competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han
promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya
dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias
utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave
afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de
permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron
haber asegurado -y no lo han hecho- políticas familiares y sociales válidas en
apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares
dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el
entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones
internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la
legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto
va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se
les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y
a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos
ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino
también la de toda la civilización ».56 Estamos ante lo que puede
definirse como una « estructura de pecado
» contra la vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que
el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede
ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el
momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la
del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla
por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A
esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa
confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el
programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus
características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de
una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para
desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque la presencia de un alma
espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental,
las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una
indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde
este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de
vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante
una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier
intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más
allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las
que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha
enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el
primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional
que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y
espiritual: « El ser humano debe ser
respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por
eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la
persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la
vida ».59
61. Los textos de la Sagrada
Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no
contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al
ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a
este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia,
también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno
materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo
plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe
y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya
vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno
materno, -como testimonian numerosos textos bíblicos 60- el hombre es
término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana -como bien
señala la Declaración emitida al
respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61- es clara y
unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como
desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo
greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del
infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su
doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien
demuestra la ya citada Didaché.
62 Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras
recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que
recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la
madre, son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre
los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el
nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga
desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada
constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores.
Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda
sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio
pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común.
En particular, Pío XI en la Encíclica Casti
connubii rechazó las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío
XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a
destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que la
vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella implica directamente la
acción creadora de Dios ».67 El Concilio Vaticano II, como ya he
recordado, condenó con gran severidad el aborto: « se ha de proteger la vida
con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio
son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica de la Iglesia,
desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se
manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves,
ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la
pena de excomunión. 69 También la nueva legislación canónica se sitúa
en esta dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si éste se
produce, incurre en excomunión latae
sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a todos
los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos
cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: 71
con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más
graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la
Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era
inmutable. 72 Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y
a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos -que en varias ocasiones han
condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos
por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina-, declaro que el aborto directo, es decir,
querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en
cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal. 73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás
hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley
de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón,
y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar
también a las recientes formas de intervención
sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos,
comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente
expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por
algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano
siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a
riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se debe
afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de
experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda
persona. 75
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los
embriones y fetos humanos todavía vivos -a veces « producidos » expresamente
para este fin mediante la fecundación in vitro- sea como « material biológico »
para ser utilizado, sea como abastecedores
de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas
enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando
beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar
precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la
complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y
articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de
riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a
posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente
aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación
antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas
técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el
aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos
de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque
pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de «
normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación
incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que
la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento,
acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a
todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida
» (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se
encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la
medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia,
la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En
efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en
que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza
insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte,
considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta
a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el
contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la
existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e
inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios,
cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir
incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre
la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que
vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a
ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más
avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia
y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin
solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar
la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar
artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones
biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para
trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo
así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría
parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante
uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza
sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad
eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y
debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se
ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente
sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida
irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es
necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción
o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el
fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las
intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea,
ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo,
por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por
ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la
muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a
unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa
de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al
enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral
de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las
situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a
disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios
extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia;
expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte. 78
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el
sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al
paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre
otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de
analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta
el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien
acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para
conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente
en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse
obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por
medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y
abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello
no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En
efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos
razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de
manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina.
Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin
grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar en
condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre
todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con
Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores
81 y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave
violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente
inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley
natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la
Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia
del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente
inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo
ha rechazado como decisión gravemente mala. 83 Aunque determinados
condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar
un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la
vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista
objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a
sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el
prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la
sociedad en general. 84 En su realidad más profunda, constituye un
rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte,
proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder
sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí
subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado
« suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en
primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera
cuando es solicitada. « No es lícito -escribe con sorprendente actualidad san
Agustín- matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir...
para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las
ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no
esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que
sufre, debe considerarse como una falsa
piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En
efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y
no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes -como los
familiares- deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos
-como los médicos-, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo
incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una
persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega
además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o
legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir.
Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores
del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin
embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte
y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de
sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una
lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la
muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se
pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la
confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra
común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado,
ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el
supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente
la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre
todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es
petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se
desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma
de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo «
juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la
ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad
que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la
muerte ».86
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y
este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma
fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado:
es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al
hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de
vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la
inmortalidad futura y la esperanza en la
resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del
sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria
para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor
que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí
mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor
vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos,
del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la
propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la «
hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13,
1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también
reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede
siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por
amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en
el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su
sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor
de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta es la experiencia del Apóstol,
que toda persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los
padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a
las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes
que a los hombres » (Hch 5, 29): ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los atentados actuales
contra la vida humana -como ya se ha dicho- consiste en la tendencia a exigir
su legitimación jurídica, como si
fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer
a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización
con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está
gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación
concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los
bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su
decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la
armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el
aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los
ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que
ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar
la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también,
al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por
otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos
casos llevaría inevitablemente -así se dice- a un aumento de prácticas
ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y
se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener
una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la
autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una
sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena
autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha
nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas
opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en
detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro
tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico
de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la
mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y
vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva
es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos -que en un
régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos- exigiría
que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia
individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son
necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la
voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su
actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia
privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en
apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más
completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna
concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible
para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no restringir el
espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por
otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones públicas y
profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás obliga a cada
uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al servicio de
cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan,
aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias funciones
lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la
persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al
menos en el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos
aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo
como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia,
el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la
mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes,
llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que
muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados
prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido
crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos graves y radicales
negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en
nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la
legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con
ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión « tiránica » respecto al ser
humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante
los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes
experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido
cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el
consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un
sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad.
Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un
fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que depende de su conformidad
con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe
someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los
medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el
valor de la democracia, esto se considera un positivo « signo de los tiempos »,
como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces.
88 Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que
encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad
de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables,
así como considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la vida
política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «
mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva
que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es punto de
referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de
la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los
principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se
tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
empírica de intereses diversos y contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es
también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto
aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base
moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto
más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la
solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los
mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con
frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para
maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del
consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una
palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una
sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos
y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser
humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto,
que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear,
modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil
y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte
también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley
civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, « en ningún
ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas
que excedan la propia competencia »,90 que es la de asegurar el bien
común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos
fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública. 91 En
efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada
convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una
vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a
todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales,
que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe
reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho
inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública
puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar
prohibido, un daño más grave, 92 sin embargo, nunca puede aceptar
legitimar, como derecho de los individuos -aunque éstos fueran la mayoría de
los miembros de la sociedad-, la ofensa infligida a otras personas mediante la
negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia
legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto
de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho
y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la
conciencia y bajo el pretexto de la libertad. 93
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En la época moderna se considera realizado el
bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona
humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten
sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos
derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de
los respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de los derechos de
la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el
deber esencial de los poderes públicos". Por esta razón, aquellos
magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo
faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos
prescriban ».94
72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se
encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge,
una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada
por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de
los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y,
consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza
para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de
ser tal y degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara enseñanza de
santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley humana es tal en
cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna.
En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley
inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un
acto de violencia ».96 Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene
razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice
en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la
ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la
ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho
propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia,
legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e
insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos
los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría
objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto
interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de
este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se
oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común
y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica.
En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a
eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es
lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de
realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el
aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil
moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que
ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no
crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen
una grave y precisa obligación de
oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de
la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de
obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch
5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas
contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden
injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón,
que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que
les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el
motivo profundo de su comportamiento: « Las
parteras temían a Dios » (ivi).
Es precisamente de la obediencia a Dios -a quien sólo se debe aquel temor que
es reconocimiento de su absoluta soberanía- de donde nacen la fuerza y el valor
para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de
quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza
de que « aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite
el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en
una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del
propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es
decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa
a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata
el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para
la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por
poderosos organismos internacionales, en otras Naciones -particularmente
aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones
permisivas- van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no
sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario,
cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede
lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos
en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de
este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien
se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone con
frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de
conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del
propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que
se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones
profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en
la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas
acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el
articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de
vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente
que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y
favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la
vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica
permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los
principios generales sobre la cooperación
en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de
buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar
su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la
legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de
vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se
produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la
configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración
directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la
intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando
el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley
civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente
tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y
sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un
deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se
obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y
fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría
radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que,
como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la
posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y
ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos,
a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones
hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de
conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de
cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Lc 10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida.
Los preceptos morales negativos, es
decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada
acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en
toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados
comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad
de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la
bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la
comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la
propia vida a Dios. 99
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una
importantísima función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca
el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al
mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para
pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en
particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa
necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad -escribe san
Agustín- es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de
fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre
empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a
levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta ».100
76. El mandamiento « no matarás » establece, por tanto,
el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a
promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y
comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad
hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y
según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139 138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para
que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con
sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha
confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la
reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del
otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su
vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta
ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y
significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al
hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los
hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de
recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu
llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su
responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida
del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento
« no matarás ». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el
imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las
exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida
por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de
respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto,
resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza
original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz
de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu
que, soplando donde quiere (cf. Jn 3,
8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio
de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando
es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también
social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la
vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y
trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro
tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida,
fruto de la cultura de la verdad y del amor.
CAPITULO IV
A MI ME LO HICISTEIS
POR
UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros
sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas » (cf. 1 P 2, 9):
el pueblo de la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y
fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre
« para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por
El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de
esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación
del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar
-como escribía Pablo VI- constituye
la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella
existe para evangelizar ».101
La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la
Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús.
Por tanto, conlleva inseparablemente las
dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es
un acto profundamente eclesial, que
exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su
propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es
Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la
certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a
toda la humanidad « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida
de ser el pueblo de la vida y para la
vida y presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo
de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido
transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el
« autor de la vida » (Hch 3, 15) a
precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6,
20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el
baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12),
como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la
gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados
a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la
vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la
conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf.
1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el
amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha
dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo. El compromiso al
servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad
propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y generosa de todos
los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión
comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse
prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar
el Evangelio de la vida, de celebrarlo
en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y
promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os
lo anunciamos » (1 Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el
único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús
es anuncio de la vida. En efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la vida se manifestó
» (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es «
la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don
del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno,
ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno
sentido.
Iluminados por este Evangelio de la
vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza.
Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad
103 y vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la
muerte, 104 supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime
altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la
contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta
nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del
universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y
grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento
o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El
hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero
imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre
nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros » (1 Jn 1, 3). Es necesario
hacer llegar el Evangelio de la vida al
corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la
sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano,
que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura
de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la
persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida
de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la
extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada
rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí
mismo » como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir
así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto,
en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la
eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser
protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor
recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la
procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un
sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser
acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la
técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la
sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana,
en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la
vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el
primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo
personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores,
catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y
sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer
la novedad original del Evangelio de la
vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y
de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el
significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de
encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos
en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina
sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la
exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe
encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más
directamente, con diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que
resuene ante todo para nosotros Obispos:
somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos
confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la
enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para
que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una
atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en
las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el
conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo resuene
para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que
desarrollan tareas de enseñanza,
catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les
pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y
su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el
Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la
impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la
mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,
2). Debemos estar en el mundo, pero
no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que
nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas
maravillas: prodigio soy » (Sal 139
138, 14): celebrar el Evangelio de la
vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida »,
nuestro anuncio debe ser también una celebración
verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración,
con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en
lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este
Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar,
en nosotros y en los demás, una
mirada contemplativa. 107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida,
que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien
ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad,
belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien
no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don,
descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen
viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde
desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la
muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un
sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada
persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el
ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar
y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus
primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de los redimidos,
animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de
la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en
Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios
Creador y Padre.
84. Celebrar el
Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la
vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y
por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida,
y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí
vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de
la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida
les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente,
plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a
pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su
bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es
todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en
alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida
está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida.
Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica
toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos
a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y
amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal
139 138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por
tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías
cabalmente » (Sal 139 138, 14). Sí, «
esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus
sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre
original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y
gloria ».110 Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como
uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una
dignidad casi divina (cf. Sal 8,
6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos
la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del
Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como
don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio
de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo
con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí
particularmente los Sacramentos, signos
eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la
existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina,
asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el
significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino
descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones
litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de
expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la
muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio
pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son
ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de
encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el
gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana,
el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al
moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el
deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en
el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas
Naciones una Jornada por la Vida, como
ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario
que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos
los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las
familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y
del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando
particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin
olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser
objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación
histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse
sobre todo en la existencia cotidiana, vivida
en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra
existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y
alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya
sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida,
realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y
enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de
la vida, porque lo proclaman con la
entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más
elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el
misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada
hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más
allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o
grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida.
Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada
según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación
e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez
fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin
reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están
dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para
transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no
siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los
modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de
comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la
modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la
castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen
distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias,
madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la
intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el
sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el
don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le
habéis dado como ofrenda ».112 «
¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no
tiene obras? » (St 2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de
Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se
manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado,
en la animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia particularmente apremiante en
el momento actual, en que la « cultura de la muerte » se contrapone tan
fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia parece que la supera.
Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la « fe que actúa por la
caridad » (Gal 5, 6), como nos
exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:
"Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un
hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos
de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les
dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene
obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una
actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del
otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos
de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia
especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante
la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al
encarcelado -como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano
a la muerte- tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «
Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos
sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan
Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté
desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis
perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la
vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar
unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e
inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto,
se trata de « hacerse cargo » de toda la
vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas
de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha
desarrollado a lo largo de los siglos una
extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial
y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración
de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con
nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una
acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica
formas discretas y eficaces de acompañamiento
de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que,
incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y
educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la
marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y
cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica
la realización de proyectos e iniciativas
concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar
con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de
regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda
para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona,
comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión
es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante
su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una
antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de
la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido
del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión
como « santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o
centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y
parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y
apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién
dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la
vida, otros medios -como las comunidades
de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos
mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las
cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados- son expresiones
elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones
nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra
los medios más oportunos para que los ancianos,
especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente
humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su
angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias;
pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y,
si es necesario, recurriendo a los cuidados
paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales,
presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a
domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas y
de las casas de salud: su verdadera identidad
no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos,
sino ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte
son considerados e interpretados en su significado humano y específicamente
cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o
relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y
todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias
puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y
profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad
confiada a todo el personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros,
capellanes, religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige
ser custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social
actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión
ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse
en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta
tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su
inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e
imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el
antiguo y siempre actual juramento de
Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar
absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la objeción de conciencia ante
el aborto procurado y la eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse
un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de
secundar una petición del paciente: es más bien la negación de la profesión
sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la
investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes
beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos,
descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser
humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en
realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen
una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la
capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple
filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre
fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al
encuentro de las necesidades de las personas iniciando -si es preciso- nuevos
caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones
y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también mediante formas de animación social y de compromiso
político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras
sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen
una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación
social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y
legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia
democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y
tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al
bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida,
especialmente en el campo de las disposiciones
legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se
adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la
responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de
autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando
se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios,
ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente
contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento
para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y
a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres.
Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un
inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo
con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que,
ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia
ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil
realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes
corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la
certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada
conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no
resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las
posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y
promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de
relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las
causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el
apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje
y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover
iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de
auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además,
es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de
servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los
de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los
ancianos.
91. La problemática
demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la
vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de «
intervenir para orientar la demografía de la población »; 114 pero
estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad
primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a
métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales,
comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es
moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se
imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos
y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la
creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y
culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena
libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar
los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan
participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar
soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el
orden internacional como nacional ».115 Este es el único camino que
respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el
auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es,
pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito
privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio
Vaticano II autorizadamente impulsó. 116 Además, se presenta como
espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras
religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino
deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas
del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en
el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias
imprevisibles.
« La herencia del Señor son los
hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es decisiva la responsabilidad de la
familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza -la de
ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio- y de su misión de
« custodiar, revelar y comunicar el amor ».117 Se trata del amor mismo
de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y
en su educación según el designio del Padre son los padres. 118 Es,
pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno
es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más
necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde
el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito donde
la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra
los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las
exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 Por esto, el papel
de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la
familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a
los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la
procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a
su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que
el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don
para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante la
educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y
el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y
expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad,
que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del
otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio
generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un
don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe
de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios.
Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos
el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben
estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y,
principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y
participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual
y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e
implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento,
sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a
cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una
vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y
alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las
pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente
significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en
situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más
allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras
familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo.
Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los
casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave
pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los
padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin
tener que desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida como « determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo
mediante formas de participación social y
política. En consecuencia, servir el Evangelio
de la vida supone que las familias, participando especialmente en
asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado
no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la
muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas
las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel
activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado
como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede
surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su
presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no
sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia
fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación
enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se
conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre
las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su
camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les
dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar
al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12;
Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no
se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También
él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias
adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la familia
»,122 se debe reconocer que las actuales condiciones sociales,
económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de
la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de «
santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es
necesario y urgente que la familia misma
sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo
el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan
responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la
Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada
familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para realizar un
cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo
que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las
tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el
contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la « cultura de
la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los
verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general
de las conciencias y uncomún esfuerzo
ético, para poner en práctica una gran
estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva
cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los
problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida
con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que
pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este
cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos
atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la
Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar
la misma humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la masa
(cf. Mt 13, 33) y, como tal, está
destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro,
124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación de
la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a
menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida
eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus
exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y
a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y
valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las
familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma
claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la
vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un
diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los
problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración
del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se
desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este cambio
cultural consiste en la formación de la
conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida
humana. Es de suma importancia redescubrir
el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde
se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera
donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas
realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula
indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí,
125 es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la
persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del vínculo constitutivo
entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad
de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona
sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la
sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del
poder público causante de la muerte. 126
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su
condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea.
Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar
plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la
vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto central
de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más
grande: el misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y se vive como
si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente
por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter
inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada
estrechamente la labor educativa, que
ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más
profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida,
lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es
una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida
humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el
amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima
correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, « manifiesta su
significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor
».128 La banalización de la sexualidad es uno de los factores
principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un
amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de
ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una
educación que implica la formación de la
castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita
para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Esta
exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada
del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo
generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en
actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y
respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo
indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar
las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas
inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de
la responsabilidad en la procreación, el recurso
a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen
posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores
morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería
eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también
a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada
formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio
personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y
difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los
valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe tener en
cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la
experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o
descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la
realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento
tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con
el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada
año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando
« el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión
con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención ».129 Por otra
parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la
puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la
viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y
resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural
deseado aquí exige a todos el valor de asumir
un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las
decisiones concretas -a nivel personal, familiar, social e internacional- la
justa escala de valores: la primacía del
ser sobre el tener, 130 de la
persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y
del rechazo a su acogida: los demás
no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas
con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos
enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir
excluido: todos tienen un papel
importante que desempeñar. La misión de los profesores
y de los educadores es, junto con
la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que
los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente
y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el
respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden
hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una
tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos
privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la
universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los
puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su
ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al
servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas,
capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en
esta perspectiva he instituido la Pontificia
Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y formar en lo que
atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la
promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor
relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia
».132 Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de
los responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar
para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la
vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando
espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre;
proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin
enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la
realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar
sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En
la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar
al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido
profundo de humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de
pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser
promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación de seguir
modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino
en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la
superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II,
dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la vida ».133 Vosotras estáis
llamadas a testimoniar el significado del
amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se
realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma
de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece
en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo,
os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una comunión
especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este
modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez
una actitud hacia el hombre -no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre
en general-, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer
».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite
crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su
alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son
auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por
la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como
la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la
aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y
es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos
condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que
en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática.
Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad
que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os
dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien,
comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho,
abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda
misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la
Reconciliación. A este mismo Padre y a su misericordia podéis confiar con
esperanza a vuestro hijo. Ayudadas por el
consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con
vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de
todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado
eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida
y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de
un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la
vida estamos sostenidos y animados por la
confianza de quien sabe que el Evangelio
de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la
desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que
cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte » y los de
que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor ». Pero
nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es
imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre
y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus
difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente una gran oración por la vida, que
abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o
asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con
iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica
apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con
su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra
las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11)
y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este
modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la
humildad y la valentía de orar y ayunar para
conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y
de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros
la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra
sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la
vida y del amor.
« Os escribimos esto para que
nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1,
4): el Evangelio de la vida es para la
ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea
completo » (1 Jn 1, 4). La revelación
del Evangelio de la vida se nos da
como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en
comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este
Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente
para los creyentes: es para todos. El
tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los
cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a
toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la
suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y
religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se
trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la
razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser
interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara
que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente
-desde la concepción a su muerte natural- es uno de los pilares sobre los que
se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber
primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana,
especialmente de la más débil ».136
El Evangelio de la vida es para
la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la
edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común
sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y
desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede
tener bases sólidas una sociedad que -mientras afirma valores como la dignidad
de la persona, la justicia y la paz- se contradice radicalmente aceptando o
tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana
sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede
fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad,
como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera
democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan
sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera
paz, si no se defiende y promueve la
vida, como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado
contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el
contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos
y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y
operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con otros muchos su
tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la
nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien
de la ciudad de los hombres.
CONCLUSION
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve
espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en El « la
Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1, 2).
En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre
y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con
la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para
la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María,
la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con
el Evangelio de la vida. El consentimiento
de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de
la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida
del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la
muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos
los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que
todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos
los que debían vivir por ella ».138
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su
propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo
tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más
profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el
cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de
María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la
Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el
Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol,
con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza »
(12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa
en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el
« germen y el comienzo » del Reino de Dios. 139 La Iglesia ve este
misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer
gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total
perfección.
La « Mujer vestida del sol » -pone de relieve el Libro del Apocalipsis- «
está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo
al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo,
regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que
esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y
dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ».
María es verdaderamente Madre de Dios, la
Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la
maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para
la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de
los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza -también de esto la
Iglesia es consciente- en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz »
(Ap 12, 2), es decir, en la perenne
tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando
el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la
vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y
las tinieblas no la vencieron » (Jn 1,
4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo
del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción -¡y a ti
misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones » (Lc 2,
34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón
dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con
El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de
Jesús » (Jn 19, 25), María participa
de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra
definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura plenamente en
la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a
cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo:
« Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su
madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de
la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la vida amenazada
por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la
« Mujer » (12, 1) es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de «
un gran Dragón rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal
maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la
historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto,
la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de
afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de
cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño
a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar
conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre
el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño
recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura
de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe
presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia.
Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño,
especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque -como recuerda el
Concilio- « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo,
con todo hombre ».140 Precisamente en la « carne » de cada hombre,
Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el
rechazo de la vida del hombre, en sus
diversas formas, es realmente rechazo de
Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que
Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: « El
que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que
cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis » (Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte » (Ap 21, 4): esplendor de la
resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre
estas confortadoras palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es imposible
para Dios » (Lc 1, 30.37). En verdad,
toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios
está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la
existencia de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación
del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2,
16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la
muerte. Mostrándonos
a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en
El: « Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado vive con las señales de
la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los
acontecimientos de la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En
la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la
historia de los hombres, « no habrá ya
muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida,
caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla
que es para nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales
la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro,
el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995,
decimoséptimo de mi Pontificado.
1. En realidad, la expresion « Evangelio de la vida » no se encuentra como
tal en la Sagrada Escritura. Sin embargo, expresa bien un aspecto esencial del
mensaje biblico.
2. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
3. Cf. Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 ( 1979), 275.
4. Cf. Ibid, 14: l.c., 285.
5. Const. past, Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
6. Cf. Carta a todos
los Obispos de la Iglesia sobre la intangibilidad de la vida humana inocente
(19 mayo 1991): Insegnamenti XIV, 1 (1991), 1293-1296.
7. Ibid., l.c., 1294.
8. Carta a las Familias
Gratissimam sane (2 febrero 1994), 4: AAS 86 ( 1994), 871.
9. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
10. N. 2259.
11. Cf. S. Ambrosio, De
Noe, 26, 94-96: CSEL 32, 480-481.
12. Cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 1867 y 2268.
13. De Cain et Abel,
II, 10, 38: CSEL 32, 408.
14. Cf. Congregación
para la Doctrian de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la
vida humana naciente y la dignidad de la procreación: AAS 80 (1988),
70-102.
15. Discurso durante la
Vigilia de oración en la VIII Jornada Mundial de la Juventud (14 agosto 1993),
II, 3: AAS 86 (1994), 419.
16. Discurso a los participantes en el
Convenio de estudio sobre «El derecho a la vida y Europa» (18 diciembre 1987): Insegnamenti
X, 3 (1987), 1446-1447.
17. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36.
18. Cf. ibid., 16.
19. Cf. S. Gregorio
Magno, Moralia in Job, 13, 23: CCL 143 A, 683.
20. Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 ( 1979), 274.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.
22. Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina
Revelación, 4.
23. « Gloria Dei vivens homo »: Contra las herejías, IV,
20, 7: SCh 100/2, 648-649.
24. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 12.
25. Confesiones,
I, 1: CCL 27, 1.
26 Exameron, VI,
75-76: CSEL 32, 260-261.
27. « Vita autem
hominis visio Dei »: Contra las herejías, IV, 20, 7. SCh
100/2, 648-649.
28. Cf. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 38; AAS ( 1991), 840-841.
29. Carta enc. Sollicitudo
rei socialis (30 diciembre 1987), 34: AAS 80 ( 1988), 560.
30. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
31. Carta a las
Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 9: AAS 86 ( 1994), 878;
cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42
(1950), 574.
32. « Animas enim a Deo
immediate creari catholica fides nos retinere iubet »: Pío XII, Carta enc. Humani
generis (12 agosto 1950): AAS 42 ( 1950), 575.
33. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50;
cf. Exhort, ap, Familiaris consortio (22 noviembre 1981 ), 28: AAS
74 (1982), 114.
34. Homilías,
II, 1; CCSG 3, 39.
35. Véanse, por ejemplo, los Salmos 22/21, 10-11; 71/70, 6;
139/138, 13-14.
36. Expositio
Evangelii secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
37. S. Ignacio de
Antioquía, Carta a los Efesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X.
Funk, II, 82.
38. La creación del
hombre, 4: PG 44,
136.
39. Cf. S. Juan
Damasceno, La fe recta, 2, 12: PG 94, 920.922, citado en S. Tomás
de Aquino, Summa Theologiae, I-II, Prol.
40. Pablo VI, Carta
enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60 ( 1968),
489.
41. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), Introd., 5: AAS
80 (1988), 76-77; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258.
42. Didaché, I,
1; II, 1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 2-3, 6-9,
14-17; cf. Carta del Pseudo-Bernabé, XIX, 5: l.c., 90-93.
43. Cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2263-2269; cf, Catecismo del Concilio de Trento
III, 327-332.
44. Catecismo de la
Iglesia Católica, 2265.
45. Cf. S. 'I'omás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6-1, a. 7; S. Alfonso de Ligorio, Theologia
moralis, I. III, tr. 4, C. 1 dub. 3.
46. Catecismo de la
Iglesia Católica, 2266.
47. Cf. Ibid.
48. N. 2267.
49. Conc, Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
50. Cf. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
51. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
52. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre
la eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 ( 1980), 546.
53. Carta enc, Veritatis splendor (6 agosto 1993), 96: AAS
85 ( 1993 ), 1209.
54. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 51: « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ».
55. Cf. Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988),14: AAS 80 (1988), 1686.
56. N. 21: AAS 86 (1994), 920.
57. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18
noviembre 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738.
58. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS
80 (1988), 78-79.
59. Ibid., l.c., 79.
60. Así el profeta Jeremías: « Me fue dirigida la palabra del
Señor en estos términos: "Antes de haberte formado yo en el seno materno,
te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las
naciones te constituí" » (1, 4-5). El Salmista, por su parte, se dirige de este modo al Señor: « En ti tengo
mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre » (Sal
71/70, 6; cf. Is 46, 3; Jb 10, 8-12; Sal 22/21, 10-11).
También el evangelista Lucas -en el magnífico episodio del encuentro de las dos
madres, Isabel y María, y de los hijos, Juan el Bautista y Jesús, ocultos
todavía en el seno materno (cf. 1, 39-45)- señala cómo el niño advierte la
venida del Niño y exulta de alegría.
61. cf. Declaración
sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974). AAS 66 (1974),
740-747.
62. « No matarás al
hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido »: V, 2, Patres
Apostolici, ed. F.X.
Funk, I, 17.
63. Legación en
favor de los cristianos, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum,
IX, 8; CSEL 69, 24.
65. Cf. Carta enc. Casti
connubii (31 diciembre 1930), II: AAS 22 (1930), 562-592.
66. Discurso a la Unión
médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e radiomessaggi,
VI, (1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas
(29 octubre 1951), 2: AAS 43 (1951), 838.
67. Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 ( 1961 ), 447.
68. Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 51.
69. Cf. Can. 2350, § 1.
70. Código de
Derecho Canónico, can. 1398; cf. Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, can. 1450 ~ 2.
71. Cf. Ibid.,
can.1329; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 1417.
72. Cf. Discurso al
Congreso de la Asociación de Juristas Católicos Italianos (9 diciembre 1972): AAS
64 (1972), 777; Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS
60 ( 1968), 490.
73. Cf. Conc Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la
Iglesia, 25.
74. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 3: AAS
80 (1988), 80.
75. Cf. Carta de los
derechos de la familia (22 octubre 1983), art. 4b, Tipografía Políglota
Vaticana, 1983,
76. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo
1980), II: AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.c., 551.
78. Cf. Ibid.
79. Discurso a un grupo
internacional de médicos (24 febrero 1957), III; AAS 49 (1957), 147;
Cf.. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre
la eutanasia, III: AAS 72 (1980), 547-548.
80. Pío XII, Discurso a
un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957), III: AAS 49 (1957),
145.
81. Cf. Pío XII,
Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957): AAS 49
(1957), 129-147; Congregación del San Oficio, Decretum de directa insontium
occisione (2 diciembre 1940): AAS 32 ( 1940), 553-554; Pablo VI,
Mensaje a la televisión francesa: « Toda vida es sagrada » (27 enero 1971): Insegnamenti
IX 1971 ), 57-58; Discurso al International College of Surgeons (1 junio 1972):
AAS 64 (1972), 432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 27.
82. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
83. Cf. S. Agustín, De
Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84. Cf. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5
mayo 1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica,
2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL 57, 320.
86. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 18.
87. Cf. Carta ap. Salvifici
doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS 76 ( 1984 ), 214-234.
88. Cf, Carta enc. Centesimus annus (1
mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24
diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
89. Cf. Carta enc, Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 97 y 99: AAS 85 ( 1993 ), 1209-1211.
90. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS
80 (1988), 98.
91. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis
humanae, sobre la
libertad religiosa, 7.
92. Cf. S. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
94 Carta enc. Pacem
in terris (11 abril 1963 ), II: AAS 55 ( 1963 ), 273-274; la cita
interna está tomada del Radiomensaje de Pentecostés 1941 (1 junio 1941 ) de Pío
XII: AAS 33 ( 1941 ), 200. Sobre este tema la Encíclica hace referencia
en nota a: Pío XI, Carta enc. Mit brennender Sorge (14 marzo 1937): AAS
29 (1937), 159; Carta enc. Divini Redemptoris (19 marzo 1937), III: AAS
29 (1937), 79; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS
35 (1943), 9-24.
95. Carta enc. Pacem
in terris (11 abril 1963), l.c., 271.
96. Summa Theologiae,
I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a. 2. El Aquinate cita a S.. Agustín: «Non videtur esse
lex, quae insta non fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32,
1227.
98. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre
1974), 22: AAS 66 (1974), 744.
99. Cf. Catecismo de
la Iglesia Católica,1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor
(6 agosto 1993), 81-82; AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41,10: CCL
36, 363; cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 13: AAS
85 (1993), 1144.
101. Exhort, ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre
1975),14: AAS 68 (1976), 13,
102. Cf. Misal
romano, Oración del celebrante antes de la comunión.
103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit, semetipsum
afferens, qui fuerat annuntiatus », Contra las herejías, IV, 34, 1: SCh
100/2, 846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino « Peccator inveterascit, recedens a
novitate Christi », In Psalmos Davidis lectura, 6, 5.
105. Sobre las
bienaventuranzas, Sermón
VII: PG 44, 1280.
106. Cf. Carta enc. Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 116: AAS 85 ( 1993 ), 1224.
107. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 ( 1991 ), 840.
108. Cf. Mensaje con
ocasión de la Navidad de 1967: AAS 60 ( 1968), 40.
109. Pseudo-Dionisio
Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento
sobre la muerte, Instituto Pablo VI, Brescia 1988, 24.
111. Homilía para la
beatificación de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora y Gianna Beretta Molla
(24 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
29 abril 1994, 2.
112. Ibid.
113. Homilías sobre Mateo, L, 3: PG 58, 508.
114. Catecismo de la
Iglesia Católica, 2372.
115. Discurso a la IV
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (12 octubre
1992), 15: AAS 85 (1993), 819.
116. Cf. Decr. Unitatis
redintegratio, sobre el
ecumenismo, l2; Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 90.
117. Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre
1981), 17: AAS 74 (1982), 100.
118. Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
50.
119. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
120. Discurso a los
participantes en el VII Simposio de Obispos europeos sobre el tema «Las
actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte: un desafío para la
evangelización» (17 octubre 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945.
La tradición bíblica presenta a los hijos precisamente como un don de Dios (cf.
Sal 127/126, 3); y como un signo de su bendición al hombre que camina
por los caminos del Señor (cf. Sal 128/127, 3-4).
121. Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80
(1988), 565-566.
122. Exhort. ap. Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), 86: AAS 74 (1982), 188.
123. Pablo VI, Exhort.
ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 18: AAS 68 (1976),
17.
124. Cf. Ibid., 20, l.c., 18.
125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
126. Cf. Carta
enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 17: AAS 83 (1991),
814; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 95-101: AAS
85 (1993), 1208-1213.
127. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 822.
128. Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre
1981), 37: AAS 74 (1982), 128.
129. Carta con que se
instituye la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992), 2: Insegnamenti
XV, 1 (1992), 1440.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo
VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 15: AAS 59
(1967), 265.
131. Cf. Carta a las
Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 13: AAS 86 (1994),
892.
132. Motu proprio Vitae
mysterium (11 febrero 1994), 4: AAS 86 (1994), 386-387.
133. Mensajes del
Concilio a la humanidad (8 diciembre 1965): A las mujeres.
134. Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988), 18: AAS 80 (1988), 1696.
135. Cf. Carta a las
Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 5: AAS 86 (1994), 872
136. Discurso a los
participantes en la reunión de estudio sobre el tema «El derecho a la vida y Europa»
(18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976), 711-712.
138. Bto. Guerrico
D'Igny, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL, 185, 188.
139. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.
140. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
141. Misal romano,
Secuencia del domingo de Pascua de Resurrección.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 68.