EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS
CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL
CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA
FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCIÓN
La Iglesia al servicio de la familia
1. LA FAMILIA, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna
otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas
y rápidas de la sociedad y de la cultura. Muchas familias viven esta
situación permaneciendo fieles a los valores que constituyen el
fundamento de la institución familiar. Otras se sienten inciertas y
desanimadas de cara a su cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia
respecto al significado último y a la verdad de la vida conyugal y
familiar. Otras, en fin, a causa de diferentes situaciones de injusticia se ven
impedidas para realizar sus derechos fundamentales.
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de
los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y
ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la
familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la
incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve
injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar.
Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás,
la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del
matrimonio y de la familia.(1)
De manera especial se dirige a los jóvenes que están para
emprender su camino hacia el matrimonio y la familia, con el fin de abrirles
nuevos horizontes, ayudándoles a descubrir la belleza y la grandeza de la
vocación al amor y al servicio de la vida.
El Sínodo de 1980 continuación de los Sínodos
anteriores
2. Una sen~al de este profundo interés de la Iglesia por la
familia ha sido el último Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma
del 26 de septiembre al 25 de octubre de 1980. Fue continuación natural
de los anteriores.(2) En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad
llamada a anunciar el Evangelio a la persona humana en desarrollo y a conducirla
a la plena madurez humana y cristiana, mediante una progresiva educación
y catequesis.
Es más, el reciente Sínodo conecta idealmente, en cierto
sentido, con el que abordó el tema del sacerdocio ministerial y de la
justicia en el mundo contemporáneo. Efectivamente, en cuanto comunidad
educativa, la familia debe ayudar al hombre a discernir la propia vocación
y a poner todo el empen~o necesario en orden a una mayor justicia, formándolo
desde el principio para unas relaciones interpersonales ricas en justicia y
amor.
Los Padres Sinodales, al concluir su Asamblea, me presentaron una larga
lista de propuestas, en las que recogían los frutos de las reflexiones
hechas durante las intensas jornadas de trabajo, a la vez que me pedían,
con voto unánime, que me hiciera intérprete ante la humanidad de
la viva solicitud de la Iglesia en favor de la familia, dando oportunas
indicaciones para un renovado empen~o pastoral en este sector fundamental
de la vida humana y eclesial.
Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación, como una
actuación peculiar del ministerio apostólico que se me ha
encomendado, quiero expresar mi gratitud a todos los miembros del Sínodo
por la preciosa contribución en doctrina y experiencia que han ofrecido,
sobre todo con sus «propositiones», cuyo texto he confiado al
Pontificio Consejo para la Familia, disponiendo que haga un estudio profundo de
las mismas, a fin de valorizar todos los aspectos de las riquezas allí
contenidas.
El bien precioso del matrimonio y de la familia
3. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad
acerca del bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus
significados más profundos, siente una vez más el deber de
anunciar el Evangelio, esto es, la «buena nueva», a todos
indistintamente, en particular a aquellos que son llamados al matrimonio y se
preparan para él, a todos los esposos y padres del mundo.
Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación
del Evangelio se realiza de manera plena toda esperanza puesta legítimamente
en el matrimonio y en la familia.
Queridos por Dios con la misma creación,(3) matrimonio y familia están
internamente ordenados a realizarse en Cristo(4) y tienen necesidad de su gracia
para ser curados de las heridas del pecado(5) y ser devueltos «a su
principio»,(6) es decir, al conocimiento pleno y a la realización
integral del designio de Dios.
En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas
que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de
la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de
la familia,(7) siente de manera más viva y acuciante su misión de
proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia,
asegurando su plena vitalidad, así como su promoción humana y
cristiana, contribuyendo de este modo a la renovación de la sociedad y
del mismo Pueblo de Dios.
PRIMERA PARTE
LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA
EN LA ACTUALIDAD
Necesidad de conocer la situación
4. Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan
al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas
situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe
esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se
realizan hoy.(8)
Este conocimiento constituye consiguientemente una exigencia imprescindible
de la tarea evangelizadora. En efecto, es a las familias de nuestro tiempo a las
que la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo Evangelio de Jesucristo;
y son a su vez las familias, implicadas en las presentes condiciones del mundo,
las que están llamadas a acoger y a vivir el proyecto de Dios sobre
ellas. Es más, las exigencias y llamadas del Espíritu Santo
resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia, y por
tanto la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda
del inagotable misterio del matrimonio y de la familia, incluso por las
situaciones, interrogantes, ansias y esperanzas de los jóvenes, de los
esposos y de los padres de hoy.(9)
A esto hay que an~adir una ulterior reflexión de especial
importancia en los tiempos actuales. No raras veces al hombre y a la mujer de
hoy día, que están en búsqueda sincera y profunda de una
respuesta a los problemas cotidianos y graves de su vida matrimonial y familiar,
se les ofrecen perspectivas y propuestas seductoras, pero que en diversa medida
comprometen la verdad y la dignidad de la persona humana. Se trata de un
ofrecimiento sostenido con frecuencia por una potente y capilar organización
de los medios de comunicación social que ponen sutilmente en peligro la
libertad y la capacidad de juzgar con objetividad.
Muchos son conscientes de este peligro que corre la persona humana y
trabajan en favor de la verdad. La Iglesia, con su discernimiento evangélico,
se une a ellos, poniendo a disposición su propio servicio a la verdad,
libertad y dignidad de todo hombre y mujer.
Discernimiento evangélico
5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el ofrecimiento de
una orientación, a fin de que se salve y realice la verdad y la dignidad
plena del matrimonio y de la familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe(10) que es un don
participado por el Espíritu Santo a todos los fieles.(11) Es por tanto
obra de toda la Iglesia, según la diversidad de los diferentes dones y
carismas que junto y según la responsabilidad propia de cada uno,
cooperan para un más hondo conocimiento y actuación de la Palabra
de Dios. La Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio discernimiento
evangélico únicamente por medio de los Pastores, quienes ensen~an
en nombre y con el poder de Cristo, sino también por medio de los
seglares: Cristo «los constituye sus testigos y les dota del sentido de la
fe y de la gracia de la palabra (cfr. Act 2, 17-18; Ap 19, 10)
para que la virtud del evangelio brille en la vida diaria familiar y social».(12)
Más aún, los seglares por razón de su vocación
particular tienen el cometido específico de interpretar a la luz de
Cristo la historia de este mundo, en cuanto que están llamados a iluminar
y ordenar todas las realidades temporales según el designio de Dios
Creador y Redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe»(13) no consiste sin embargo única
o necesariamente en el consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo a
Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la opinión de la
mayoría. Escucha a la conciencia y no al poder, en lo cual defiende a los
pobres y despreciados. La Iglesia puede recurrir también a la investigación
sociológica y estadística, cuando se revele útil para
captar el contexto histórico dentro del cual la acción pastoral
debe desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no obstante tal investigación
por sí sola no debe considerarse, sin más, expresión del
sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la
permanencia de la Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella cada vez
más profundamente, los Pastores deben promover el sentido de la fe en
todos los fieles, valorar y juzgar con autoridad la genuidad de sus expresiones,
educar a los creyentes para un discernimiento evangélico cada vez más
maduro.(14)
Para hacer un auténtico discernimiento evangélico en las
diversas situaciones y culturas en que el hombre y la mujer viven su matrimonio
y su vida familiar, los esposos y padres cristianos pueden y deben ofrecer su
propia e insustituible contribución. A este cometido les habilita su
carisma y don propio, el don del sacramento del matrimonio.(15)
Situación de la familia en el mundo de hoy
6. La situación en que se halla la familia presenta aspectos
positivos y aspectos negativos: signo, los unos, de la salvación de
Cristo operante en el mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre opone
al amor de Dios.
En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la
libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones
interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la
mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos;
se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones
entre las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y material,
al conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su
responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. Por
otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de
algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y
práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las
graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres
e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en
la transmisión de los valores; el número cada vez mayor de
divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la
esterilización, la instauración de una verdadera y propia
mentalidad anticoncepcional.
En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una
corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no
como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio
y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no
raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta.
Merece también nuestra atención el hecho de que en los países
del llamado Tercer Mundo a las familias les faltan muchas veces bien sea los
medios fundamentales para la supervivencia como son el alimento, el trabajo, la
vivienda, las medicinas, bien sea las libertades más elementales. En
cambio, en los países más ricos, el excesivo bienestar y la
mentalidad consumística, paradójicamente unida a una cierta
angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la generosidad y
la valentía para suscitar nuevas vidas humanas; y así la vida en
muchas ocasiones no se ve ya como una bendición, sino como un peligro del
que hay que defenderse.
La situación histórica en que vive la familia se presenta pues
como un conjunto de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo
mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún,
un combate entre libertades que se oponen entre sí, es decir, según
la conocida expresión de san Agustín, un conflicto entre dos
amores: el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí
mismo llevado hasta el desprecio de Dios.(16)
Se sigue de ahí que solamente la educación en el amor
enraizado en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los «signos
de los tiempos», que son la expresión histórica de este doble
amor.
Influjo de la situación en la conciencia de los fieles
7. Viviendo en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo
de los medios de comunicación social, los fieles no siempre han sabido ni
saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales y
colocarse como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos
activos de la construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos más preocupantes de este fenómeno, los Padres
Sinodales han sen~alado en particular la facilidad del divorcio y del
recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación
del matrimonio puramente civil, en contradicción con la vocación
de los bautizados a «desposarse en el Sen~or»; la celebración
del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el
rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y
cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio.
Nuestra época tiene necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión
y de un compromiso profundos, para que la nueva cultura que está
emergiendo sea íntimamente evangelizada, se reconozcan los verdaderos
valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la
justicia en las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo
humanismo» no apartará a los hombres de su relación con Dios,
sino que los conducirá a ella de manera más plena.
En la construcción de tal humanismo, la ciencia y sus aplicaciones técnicas
ofrecen nuevas e inmensas posibilidades. Sin embargo, la ciencia, como
consecuencia de las opciones politicas que deciden su dirección de
investigación y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su significado
original, la promoción de la persona humana. Se hace pues necesario
recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores
morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a
comprender el sentido último de la vida y de sus valores fundamentales es
el gran e importante cometido que se impone hoy día para la renovación
de la sociedad. Sólo la conciencia de la primacía de éstos
permite un uso de las inmensas posibilidades, puestas en manos del hombre por la
ciencia; un uso verdaderamente orientado como fin a la promoción de la
persona humana en toda su verdad, en su libertad y dignidad. La ciencia está
llamada a ser aliada de la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la familia las
palabras del Concilio Vaticano II: «Nuestra época, más que
ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los
nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre
peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría».(17)
La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre capaz de
juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su verdad
original, se convierte así en una exigencia prioritaria e irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más
profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo
hombre ha sido hecho partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente
en la fidelidad a esta alianza como las familias de hoy estarán en
condiciones de influir positivamente en la construcción de un mundo más
justo y fraterno.
Gradualidad y conversión
9. A la injusticia originada por el pecado —que ha penetrado
profundamente también en las estructuras del mundo de hoy— y que con
frecuencia pone obstáculos a la familia en la plena realización de
sí misma y de sus derechos fundamentales, debemos oponernos todos con una
conversión de la mente y del corazón, siguiendo a Cristo
Crucificado en la renuncia al propio egoísmo: semejante conversión
no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y renovadora incluso
en las estructuras de la sociedad.
Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija el
alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se
actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más
lejos. Se desarrolla así un proceso dinámico, que avanza
gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y de las
exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social
del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de crecimiento con
el fin de que los fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma
civilización, partiendo de lo que han recibido ya del misterio de Cristo,
sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un
conocimiento más rico y a una integración más plena de este
misterio en su vida.
Inculturación
10. Está en conformidad con la tradición constante de la
Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos, todo aquello que está
en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo.(18) Sólo
con el concurso de todas las culturas, tales riquezas podrán manifestarse
cada vez más claramente y la Iglesia podrá caminar hacia un
conocimiento cada día más completo y profundo de la verdad, que le
ha sido dada ya enteramente por su Sen~or.
Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad con el Evangelio
de las varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia Universal
se deberá proseguir en el estudio, en especial por parte de las
Conferencias Episcopales y de los Dicasterios competentes de la Curia Romana, y
en el empen~o pastoral para que esta «inculturación» de
la fe cristiana se lleve a cabo cada vez más ampliamente, también
en el ámbito del matrimonio y de la familia.
Es mediante la «inculturación» como se camina hacia la
reconstitución plena de la alianza con la Sabiduría de Dios que es
Cristo mismo. La Iglesia entera quedará enriquecida también por
aquellas culturas que, aun privadas de tecnología, abundan en sabiduría
humana y están vivificadas por profundos valores morales.
Para que sea clara la meta y, consiguientemente, quede indicado con
seguridad el camino, el Sínodo justamente ha considerado a fondo en
primer lugar el proyecto original de Dios acerca del matrimonio y de la familia:
ha querido «volver al principio», siguiendo las ensen~anzas de
Cristo.(19)
SEGUNDA PARTE
EL DESIGNIO DE DIOS
SOBRE EL MATRIMONIO
Y LA FAMILIA
El hombre imagen de Dios Amor
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza:(20) llamándolo
a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.
Dios es amor(21) y vive en sí mismo un misterio de comunión
personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola
continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer
la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del
amor y de la comunión.(22) El amor es por tanto la vocación
fundamental e innata de todo ser humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el
cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado
al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo
humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de
realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el
Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son
una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser
imagen de Dios».
En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan
uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo
puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la
persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano,
solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se
comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física
total sería un engan~o si no fuese signo y fruto de una donación
en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión
temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra
manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.
Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con
las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una
persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y
toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es
necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres.
El único «lugar» que hace posible esta donación
total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección
consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima
de vida y amor, querida por Dios mismo,(23) que sólo bajo esta luz
manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial no es una
ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición
intrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor
conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para
que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta
fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el
subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría
creadora.
Matrimonio y comunión entre Dios y los hombres
12. La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido
fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel,
encuentra una significativa expresión en la alianza esponsal que se
establece entre el hombre y la mujer.
Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios
ama a su pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y
concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la
Alianza que une a Dios con su pueblo.(24) El mismo pecado que puede atentar
contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a
su Dios: la idolatría es prostitución,(25) la infidelidad es
adulterio, la desobediencia a la ley es abandono del amor esponsal del Sen~or.
Pero la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Sen~or y
por tanto el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de
amor fiel que deben existir entre los esposos.(26)
Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento del matrimonio
13. La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento
definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la
humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio»(27)
y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de
realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que
el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el
sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la
Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha
impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación;(28)
el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo
real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu
que infunde el Sen~or renueva el corazón y hace al hombre y a la
mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de
este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad
conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos
participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se
dona sobre la cruz.
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado
acertadamente la grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: «?Cómo
lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece,
que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que
los ángeles anuncian y que el Padre ratifica? ... ?Qué yugo
el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito,
en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son hermanos y los dos
sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu.
Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es única,
único es el espíritu».(29)
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha ensen~ado
solemnemente y ensen~a que el matrimonio de los bautizados es uno de los
siete sacramentos de la Nueva Alianza.(30)
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos
definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima
de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador,(31) es elevada y asumida en
la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan
vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca
pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la
misma relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que
acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de
la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este
acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es
memorial, actualización y profecía; «en cuanto memorial, el
sacramento les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así
como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en cuanto actualización
les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el
otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en
cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la
esperanza del futuro encuentro con Cristo».(32)
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también
un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo
propio. «Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja,
hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et
sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo
conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana,
porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio
de Alianza. El contenido de la participación en la vida de Cristo es
también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la
que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del
instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu
y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más
allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más
que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad
de la donación reciproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae
vitae, 9). En una palabra, se trata de características normales de
todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las
purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas la
expresión de valores propiamente cristianos».(33)
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la
comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma
del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación
y educación de la prole, en la que encuentran su coronación.(34)
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor
conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento»
que les hace «una sola carne»,(35) no se agota dentro de la pareja, ya
que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se
convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona
humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí,
dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo
viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis
viva e inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva
responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el
signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en
el cielo y en la tierra».(36)
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no
es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física,
en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios
importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción,
la diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los nin~os
pobres o minusválidos.
La familia, comunión de personas
15. En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones
interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación,
fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en
la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la
Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro
de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente
introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que
mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe,
es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda reconstituida en su
unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo.(37)
El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de
este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo
la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al hombre y a la
mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su
cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las
generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no
contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman.
El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único
Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio,
no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana
no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la
renuncia por el Reino de los cielos.
En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien
condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en
cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo
que aparece un bien solamente en comparación con un mal, no es un gran
bien; pero lo que es mejor aún que bienes por todos considerados tales,
es ciertamente un bien en grado superlativo».(38)
En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente,
de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose
totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta
en la plena verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en
su carne el mundo nuevo de la resurrección futura.(39)
En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la
conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y
empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre,(40) «hasta
encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los hombres»,(41)
la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla
preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más,
que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la
Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este
carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular
que tiene con el Reino de Dios.(42)
Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se
hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización
de la familia según el designio de Dios.
Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas vírgenes
el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la
muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil
y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así
también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas
incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquéllos.(43)
Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a aquellos
que por motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y han
aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio.
TERCERA PARTE
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
?Familia, sé lo que eres!
17. En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo
su «identidad», lo que «es», sino también su «misión»,
lo que puede y debe «hacer». El cometido, que ella por vocación
de Dios está llamada a desempen~ar en la historia, brota de su
mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial. Toda familia
descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la
vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ?«sé» lo
que «eres»!
Remontarse al «principio» del gesto creador de Dios es una
necesidad para la familia, si quiere conocerse y realizarse según la
verdad interior no sólo de su ser, sino también de su actuación
histórica. Y dado que, según el designio divino, está
constituida como «íntima comunidad de vida y de amor»,(44) la
familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es decir,
comunidad de vida y amor, en una tensión que, al igual que para toda
realidad creada y redimida, hallará su cumplimiento en el Reino de Dios.
En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la
realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos
en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión
de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación
real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Sen~or por la
Iglesia su esposa.
Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación
concreta de tal misión fundamental. Es necesario por tanto penetrar más
a fondo en la singular riqueza de la misión de la familia y sondear sus múltiples
y unitarios contenidos.
En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él,
el reciente Sínodo ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la
familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
3)
participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación
en la vida y misión de la Iglesia.
I - FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de
personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los
parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión
con el empen~o constante de desarrollar una auténtica comunidad de
personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal
cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad
de personas, así también sin el amor la familia no puede
vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas. Cuanto he escrito
en la encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y
aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El
hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio,
si no participa en él vivamente».(45)
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más
amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e
hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está
animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia
a una
comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y
alma de la comunidad conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre
los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no
son ya dos, sino una sola carne»(46) y están llamados a crecer
continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidana a
la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad
personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y
lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia
profundamente humana. Pero, en Cristo Sen~or, Dios asume esta exigencia
humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección
con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la
celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una
comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima
unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Sen~or
Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos
cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día
progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos
los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la
inteligencia y voluntad, del alma(47)—, revelando así a la Iglesia y
al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta,
en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los
orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y
de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único
y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad
matrimonial confirmada por el Sen~or aparece de modo claro incluso por la
igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el
mutuo y pleno amor».(48)
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad,
sino también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima,
en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su
indisoluble unidad».(49)
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza —como han hecho
los Padres del Sínodo— la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o
incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son
arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se
mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario
repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo
su fundamento y su fuerza.(50)
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y
exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su
verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación:
Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y
exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Sen~or
Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón
del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del
matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges
no sólo pueden superar la «dureza de corazón»,(51) sino
que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo
de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Sen~or
Jesús es el «testigo fiel»,(52) es el «sí» de
las promesas de Dios(53) y consiguientemente la realización suprema de la
fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también
los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en
la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada
por Él hasta el fin.(54)
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para
los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por
encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad
del Sen~or: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».(55)
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad
matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas
cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el
Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y
aliento a las numerosas parejas que, aun encontrando no leves dificultades,
conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de
manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo»
en el mundo —un signo pequen~o y precioso, a veces expuesto a tentación,
pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo
aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también
reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo
sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la
esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos
dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy
gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por
los fieles de la Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va
edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y
de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los
parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y
de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano
en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más
profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones
interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza
interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la
experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona
la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, «el Primogénito
entre los hermanos»,(56) es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia
fraterna como la llama santo Tomás de Aquino.(57) El Espíritu
Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz
viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acumuna y
vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia
de Dios. Una revelación y actuación específica de la comunión
eclesial está constituida por la familia cristiana que también por
esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».(58)
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don,
tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la
comunión de las personas, haciendo de la familia una «escuela de
humanidad más completa y más rica»:(59) es lo que sucede con
el cuidado y el amor hacia los pequen~os, los enfermos y los ancianos; con
el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes,
alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está
constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos,(60) en que cada
uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los
hijos aportan su específica e insustituible contribución a la
edificación de una familia auténticamente humana y cristiana.(61)
En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad
irrenunciable como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como
un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en
particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también
si los padres mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente
reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo
con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y
generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la
tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora
que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con
violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí
las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar.
Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a
hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación»,
esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada.
En particular la participación en el sacramento de la reconciliación
y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana
la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia
la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así
al vivísimo deseo del Sen~or: que todos «sean una sola cosa».(62)
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad
de personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para
acoger, respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima
dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han
afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad
de las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la
dignidad y vocación de cada una de las personas, las cuales logran su
plenitud mediante el don sincero de sí mismas.(63)
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención
privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la
sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse también el hombre
como esposo y padre, el nin~o y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad
respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización
en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación
propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana
intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la
historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la
dignidad de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»,(64) Dios da la dignidad
personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los
derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona
humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la
dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María
Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva
y proponiéndola como modelo de la mujer redimida. El delicado respeto de
Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su
aparición la man~ana de Pascua a una mujer antes que a los otros
discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena
nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman
la estima especial del Sen~or Jesús hacia la mujer. Dirá el
Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo
Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón
o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús».(65)
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del amplio y
complejo tema de las relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a
algunos puntos esenciales, no se puede dejar de observar cómo en el campo
más específicamente familiar una amplia y difundida tradición
social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y
madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en
general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la
mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas.
Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también
que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar
respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones.
Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí,
si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y
plenamente humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo,
una renovada «teología del trabajo» ilumina y profundiza el
significado del mismo en la vida cristiana y determina el vínculo
fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por consiguiente el
significado original e insustituible del trabajo de la casa y la educación
de los hijos.(66) Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad actual,
pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea reconocido por
todos y estimado por su valor insustituible. Esto tiene una importancia especial
en la acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la
posible discriminación entre los diversos trabajos y profesiones cuando
resulta claramente que todos y en todos los sectores se empen~an con idéntico
derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así más
espléndida la imagen de Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el
derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe
sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de
hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y
prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de
la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar.
Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con
todo el respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las
condiciones adecuadas para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre
y de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su
igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia,
de la sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia
a su feminidad ni la imitación del carácter masculino, sino la
plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su
comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra
parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer
halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano
no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del
interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de
tal mentalidad es la mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y
de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la
pornografía, la prostitución —tanto más cuando es
organizada— y todas las diferentes discriminaciones que se encuentran en el
ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución
del trabajo, etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad
permanecen muchas formas de discriminación humillante que afectan y
ofenden gravemente algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las
esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las
madres solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza
posible por los Padres Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de todos se
desarrolle una acción pastoral específica más enérgica
e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal
modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos
los seres humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre
está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No
es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»,(67)
y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta
vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne».(68)
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga
profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe
san Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como
mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella
agradecido por su amor».(69) El hombre debe vivir con la esposa «un
tipo muy especial de amistad personal».(70) El cristiano además está
llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo, manifestando hacia la propia
mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia.(71)
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino
natural para la comprensión y la realización de su paternidad.
Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente
al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una
presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que
se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función
del padre en y por la familia son de una importancia única e
insustituible.(72) Como la experiencia ensen~a, la ausencia del padre
provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de
dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en
circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde
todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la
superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e
inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios,(73) el
hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los
miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa
responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un
compromiso educativo más solícito y compartido con la propia
esposa,(74) un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva
en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que
introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y
de la Iglesia.
Derechos del nin~o
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención
especialísima al nin~o, desarrollando una profunda estima por su
dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus
derechos. Esto vale respecto a todo nin~o, pero adquiere una urgencia
singular cuando el nin~o es pequen~o y necesita de todo, está
enfermo, delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada nin~o que
viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto,
está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el
mandato de Cristo, que ha querido poner al nin~o en el centro del Reino de
Dios: «Dejad que los nin~os vengan a mí, ... que de ellos es
el reino de los cielos».(75)
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas,
el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para cada uno de
nosotros constituyen los nin~os, primavera de la vida, anticipo de la
historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país
del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio
futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que
tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de
los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto
con el de toda la familia humana. La solicitud por el nin~o, incluso antes
de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a
continuación, en los an~os de la infancia y de la juventud es la
verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con
el hombre. Y por eso, ?qué más se podría desear a cada
nación y a toda la humanidad, a todos los nin~os del mundo, sino un
futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una
realidad plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?».(76)
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario —material,
afectivo, educativo, espiritual— a cada nin~o que viene a este mundo,
deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los
cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los nin~os,
a la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios
y ante los hombres»,(77) serán una preciosa ayuda para la edificación
de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres.(78)
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran
amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como
un peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue
tomando parte activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía
de la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión de
testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y
para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado
desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando a los
ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de
agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para
tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a
descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y
eclesial, y en particular en la familia. En realidad, «la vida de los
ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la
continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia
del Pueblo de Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las
barreras entre las generaciones antes de que se consoliden: ?Cuántos
nin~os han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y
caricias de los ancianos! y ?cuánta gente mayor no ha subscrito con
agrado las palabras inspiradas "la corona de los ancianos son los hijos de
sus hijos" (Prov 17, 6)!».(79)
II - SERVICIO A LA VIDA
1) La transmisión de la vida.
Cooperadores del amor de Dios Creador
28. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y
semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a
una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de
Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la
transmisión del don de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y
les dijo: " Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla"».(80)
Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida,
el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre.(81)
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo
de la entrega plena y recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico
del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él
deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a
capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el
amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece
diariamente su propia familia».(82)
La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación
de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente
humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral,
espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a
los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia
29. Precisamente porque el amor de los esposos es una participación
singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que
ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima
dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión
de la vida humana.
De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a
través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio
de mi predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae
vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético,
que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre
antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión
de la vida humana.
Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea declararon
textualmente: «Este Sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe
con el sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el
Concilio Vaticano II (cfr. Gaudium et spes, 50) y después en la
encíclica Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal debe
ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida (Humanae vitae,
n. 11 y cfr. 9 y 12)».(83)
La Iglesia en favor de la vida
30. La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación
social y cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y
más urgente e insustituible para promover el verdadero bien del hombre y
de la mujer.
En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre
contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza,
no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino
también una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos
se preguntan si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan
de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás
maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni
siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos destinatarios de
las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales
imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía,
cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación
de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por
consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón
última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los
hombres, de Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los
posibles miedos del mundo y los puede vencer.
Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality),
como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un
cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos
sobre la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el
incremento demográfico para la calidad de la vida.
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y
enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el
pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en
favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí»,
de aquel «Amén» que es Cristo mismo.(84) Al «no» que
invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente,
defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la
vida.
La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un
convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio
y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o
fase de desarrollo en que se encuentre.
Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la
justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas,
que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión
sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con
energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del
anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado.
Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en
las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la
promoción de los pueblos esté condicionada a programas de
anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado.(85)
Para que el plan divino sea realizado cada vez más plenamente
31. La Iglesia es ciertamente consciente también de los múltiples
y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en
su cometido de transmitir responsablemente la vida. Conoce también el
grave problema del incremento demográfico como se plantea en diversas
partes de mundo, con las implicaciones morales que comporta.
Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de todos los
aspectos de tales problemas ofrece una nueva y más fuerte confirmación
de la importancia de la doctrina auténtica acerca de la regulación
de la natalidad, propuesta de nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica
Humanae vitae.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, siento el deber de dirigir
una acuciante invitación a los teólogos a fin de que, uniendo sus
fuerzas para colaborar con el magisterio jerárquico, se comprometan a
iluminar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas
y las razones personalistas de esta doctrina. Así será posible, en
el contexto de una exposición orgánica, hacer que la doctrina de
la Iglesia en este importante capítulo sea verdaderamente accesible a
todos los hombres de buena voluntad, facilitando su comprensión cada vez
más luminosa y profunda; de este modo el plan divino podrá ser
realizado cada vez más plenamente, para la salvación del hombre y
gloria del Creador.
A este respecto, el empen~o concorde de los teólogos, inspirado
por la adhesión convencida al Magisterio, que es la única guía
auténtica del Pueblo de Dios, presenta una urgencia especial también
a causa de la relación íntima que existe entre la doctrina católica
sobre este punto y la visión del hombre que propone la Iglesia. Dudas o
errores en el ámbito matrimonial o familiar llevan a una ofuscación
grave de la verdad integral sobre el hombre, en una situación cultural
que muy a menudo es confusa y contradictoria. La aportación de iluminación
y profundización, que los teólogos están llamados a ofrecer
en el cumplimiento de su cometido específico, tiene un valor incomparable
y representa un servicio singular, altamente meritorio, a la familia y a la
humanidad.
En la visión integral del hombre y de su vocación
32. En el contexto de una cultura que deforma gravemente o incluso pierde el
verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga de su
referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su
misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda la
persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios.
En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente que «cuando
se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de
la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la
sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe
determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona
y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la
mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor
verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad
conyugal».(86)
Es precisamente partiendo de la «visión integral del hombre y de
su vocación, no sólo natural y terrena sino también
sobrenatural y eterna»,(87) por lo que Pablo VI afirmó, que la
doctrina de la Iglesia «está fundada sobre la inseparable conexión
que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre
los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador».(88) Y concluyó recalcando que hay que excluir, como
intrínsecamente deshonesta, «toda acción que, o en previsión
del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación».(89)
Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos
dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer
y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros»
del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y
con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación
«total». Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca
donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje
objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se
produce, no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también
una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a
entregarse en plenitud personal.
En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de
infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados
unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como «ministros»
del designio de Dios y «se sirven» de la sexualidad según el
dinamismo original de la donación «total», sin manipulaciones
ni alteraciones.(90)
A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los datos
de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede
captar y está llamada a profundizar la diferencia antropológica
y al mismo tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso
a los ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y
profunda de lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos
concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí.
La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del
tiempo de la persona, es decir de la mujer, y con esto la aceptación
también del diálogo, del respeto recíproco, de la
responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo
y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez
corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor
personal en su exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta
que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y
afectividad, que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso
en su dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y
promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no «usada»
en cambio como un «objeto» que, rompiendo la unidad personal de alma y
cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más
profunda entre naturaleza y persona.
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en dificultad
33. También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y actúa
como Maestra y Madre.
Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la
transmisión responsable de la vida. De tal norma la Iglesia no es
ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es
Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona
humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de
buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección.
Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas de esposos que se
encuentran en dificultad sobre este importante punto de la vida moral; conoce
bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente
atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino
también sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no sólo
para la realización concreta, sino también para la misma comprensión
de los valores inherentes a la norma moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto,
la Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales
dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamas la
verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera
contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y
la de favorecer el auténtico amor conyugal.(91) Por esto, la pedagogía
concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina.
Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: «No
menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad
eminente hacia las almas».(92)
Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su
realismo y su sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y
valiente en crear y sostener todas aquellas condiciones humanas —psicológicas,
morales y espirituales— que son indispensables para comprender y vivir el
valor y la norma moral.
No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y
la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en
Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación.(93)
Confortados así, los esposos cristianos podrán mantener viva la
conciencia de la influencia singular que la gracia del sacramento del matrimonio
ejerce sobre todas las realidades de la vida conyugal, y por consiguiente también
sobre su sexualidad: el don del Espíritu, acogido y correspondido por los
esposos, les ayuda a vivir la sexualidad humana según el plan de Dios y
como signo del amor unitivo y fecundo de Cristo por su Iglesia.
Pero entre las condiciones necesarias está también el
conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal sentido
conviene hacer lo posible para que semejante conocimiento se haga accesible a
todos los esposos, y ante todo a las personas jóvenes, mediante una
información y una educación clara, oportuna y seria, por parte de
parejas, de médicos y de expertos. El conocimiento debe desembocar además
en la educación al autocontrol; de ahí la absoluta necesidad de la
virtud de la castidad y de la educación permanente en ella. Según
la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni
menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía
espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la
agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena.
Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo
más que escuchar la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su
encíclica escribió: «El dominio del instinto, mediante la razón
y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética,
para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en
conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia
periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de
perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime.
Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges
desarrollan integralmente su personalidad, enriqueciéndose de valores
espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y
facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención
hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del
verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los
padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y
eficaz para educar a los hijos».(94)
Itinerario moral de los esposos
34. Es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden
moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más
numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos.
El orden moral, precisamente porque revela y propone el designio de Dios
Creador, no puede ser algo mortificante para el hombre ni algo impersonal; al
contrario, respondiendo a las exigencias más profundas del hombre creado
por Dios, se pone al servicio de su humanidad plena, con el amor delicado y
vinculante con que Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada criatura
hacia su felicidad.
Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso
de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día
con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el
bien moral según diversas etapas de crecimiento.
También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están
llamados a un continuo camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de
conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la
voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede
alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Sen~or
a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada "ley
de gradualidad" o camino gradual no puede identificarse con la "gradualidad
de la ley", como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley
divina para los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según
el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta
excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se
encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo
sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad».(95) En la
misma línea, es propio de la pedagogía de la Iglesia que los
esposos reconozcan ante todo claramente la doctrina de la Humanae vitae
como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente
a poner las condiciones necesarias para observar tal norma.
Esta pedagogía, como ha puesto de relieve el Sínodo, abarca
toda la vida conyugal. Por esto la función de transmitir la vida debe
estar integrada en la misión global de toda la vida cristiana, la cual
sin la cruz no puede llegar a la resurrección. En semejante contexto se
comprende cómo no se puede quitar de la vida familiar el sacrificio, es más,
se debe aceptar de corazón, a fin de que el amor conyugal se haga más
profundo y sea fuente de gozo íntimo.
Este camino exige reflexión, información, educación idónea
de los sacerdotes, religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral
familiar; todos ellos podrán ayudar a los esposos en su itinerario humano
y espiritual, que comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a
observar la ley moral y el ministerio de la reconciliación. Conviene
también tener presente que en la intimidad conyugal están
implicadas las voluntades de dos personas, llamadas sin embargo a una armonía
de mentalidad y de comportamiento. Esto exige no poca paciencia, simpatía
y tiempo. Singular importancia tiene en este campo la unidad de juicios morales
y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser buscada y asegurada
cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir ansiedades de
conciencia.(96)
El camino de los esposos será pues más fácil si, con
estima de la doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo,
ayudados y acompan~ados por los pastores de almas y por la comunidad
eclesial entera, saben descubrir y experimentar el valor de liberación y
promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el
mandamiento del Sen~or propone.
Suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas
35. Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la
comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar
convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y
la maternidad de modo verdaderamente responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados
por las investigaciones científicas para un conocimiento más
preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva
y amplia extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con
renovado vigor, a la responsabilidad de cuantos —médicos, expertos,
consejeros matrimoniales, educadores, parejas— pueden ayudar efectivamente
a los esposos a vivir su amor, respetando la estructura y finalidades del acto
conyugal que lo expresa. Esto significa un compromiso más amplio,
decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos
naturales de regulación de la fertilidad.(97)
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que,
mediante el compromiso común de la continencia periódica, han
llegado a una responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida.
Como escribía Pablo VI, «a ellos ha confiado el Sen~or la misión
de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el
amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la
vida humana».(98)
2) La educación.
El derecho-deber educativo de los padres
36. La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación
primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos,
engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la
vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación
de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha recordado el
Concilio Vaticano II: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos,
tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto
hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos.
Este deber de la educación familiar es de tanta transcendencia que,
cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres
crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y
hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y
social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las
virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan».(99)
El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial,
relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como
original y primario, respecto al deber educativo de los demás,
por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos;
como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser
totalmente delegado o usurpado por otros.
Por encima de estas características, no puede olvidarse que el
elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es
el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su
realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de
los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente,
en norma, que inspira y guía toda la acción educativa
concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad,
servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más
precioso del amor.
Educar en los valores esenciales de la vida humana
37. Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción
educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía
en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa
libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y
austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que
por lo que tiene».(100)
En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del
choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben
enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva
al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más
aún del sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio
desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y
necesitados. La familia es la primera y fundamental escuela de socialidad; como
comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley que la rige y
hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se
pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones
entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la
familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en
la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la
pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la
sociedad.
La educación para el amor como don de sí mismo constituye
también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a
los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura
que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la
interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente
con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres
debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal.
En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona —cuerpo,
sentimiento y espíritu— y manifiesta su significado íntimo al
llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe
realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como
en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido la
Iglesia reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que observar
cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu
mismo que anima a los padres.
En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la
castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la
persona y la hace capaz de respetar y promover el «significado esponsal»
del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención
y cuidado especial —discerniendo los signos de la llamada de Dios— a
la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo
que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana.
Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual
de la persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a
los hijos a conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria
y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.
Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información
sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el
cual no sería más que una introducción a la experiencia del
placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino
al vicio desde los an~os de la inocencia.
Misión educativa y sacramento del matrimonio
38. Para los padres cristianos la misión educativa, basada como se ha
dicho en su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente
nueva y específica en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la
educación propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a
participar de la misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre y de Cristo
Pastor, así como del amor materno de la Iglesia, y los enriquece en
sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del Espíritu
Santo, para ayudar a los hijos en su crecimiento humano y cristiano.
El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la
llamada a ser un verdadero y propio «ministerio» de la Iglesia al
servicio de la edificación de sus miembros. Tal es la grandeza y el
esplendor del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás
no duda en compararlo con el ministerio de los sacerdotes: «Algunos
propagan y conservan la vida espiritual con un ministerio únicamente
espiritual: es la tarea del sacramento del orden; otros hacen esto respecto de
la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el sacramento del
matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la
prole y educarla en el culto a Dios».(101)
La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el
sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con
gran serenidad y confianza al servizio educativo de los hijos y, al mismo
tiempo, a sentirse responsables ante Dios que los llama y los envía a
edificar la Iglesia en los hijos. Así la familia de los bautizados,
convocada como iglesia doméstica por la Palabra y por el Sacramento,
llega a ser a la vez, como la gran Iglesia, maestra y madre.
La primera experiencia de Iglesia
39. La misión de la educación exige que los padres cristianos
propongan a los hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración
gradual de su personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial. Seguirán
pues las líneas educativas recordadas anteriormente, procurando mostrar a
los hijos a cuán profundos significados conducen la fe y la caridad de
Jesucristo. Además, la conciencia de que el Sen~or confía a
ellos el crecimiento de un hijo de Dios, de un hermano de Cristo, de un templo
del Espíritu Santo, de un miembro de la Iglesia, alentará a los
padres cristianos en su tarea de afianzar en el alma de los hijos el don de la
gracia divina.
El Concilio Vaticano II precisa así el contenido de la educación
cristiana: «La cual no persigue solamente la madurez propia de la persona
humana... sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más
conscientes cada día del don recibido de la fe, mientras se inician
gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a
adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23), ante
todo en la acción litúrgica, formándose para vivir según
el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ef 4, 22-24), y así
lleguen al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef
4, 13), y contribuyan al crecimiento del Cuerpo místico. Conscientes,
además, de su vocación, acostúmbrense a dar testimonio de
la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15) y a ayudar a la
configuración cristiana del mundo».(102)
También el Sínodo, siguiendo y desarrollando la línea
conciliar ha presentado la misión educativa de la familia cristiana como
un verdadero ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio,
hasta el punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en
cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo.
En la familia consciente de tal don, como escribió Pablo VI, «todos
los miembros evangelizan y son evangelizados».(103)
En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el
testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos.
Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura
de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo —eucarístico
y eclesial— de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser
plenamente padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal,
sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu,
brota de la Cruz y Resurrección de Cristo.
A fin de que los padres cristianos puedan cumplir dignamente su ministerio
educativo, los Padres Sinodales han manifestado el deseo de que se prepare un
texto adecuado de catecismo para las familias claro, breve y que pueda
ser fácilmente asimilado por todos. Las conferencias episcopales han sido
invitadas encarecidamente a comprometerse en la realización de este
catecismo.
Relaciones con otras fuerzas educativas
40. La familia es la primera, pero no la única y exclusiva, comunidad
educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre
exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la
colaboración ordenada de las diversas fuerzas educativas. Estas son
necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su competencia y con su
contribución propias.(104)
La tarea educativa de la familia cristiana tiene por esto un puesto muy
importante en la pastoral orgánica; esto implica una nueva forma de
colaboración entre los padres y las comunidades cristianas, entre los
diversos grupos educativos y los pastores. En este sentido, la renovación
de la escuela católica debe prestar una atención especial tanto a
los padres de los alumnos como a la formación de una perfecta comunidad
educadora.
Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la elección
de una educación conforme con su fe religiosa.
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias
todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus
funciones educativas. Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y
promover las instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la
ayuda deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por
tanto, todos aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar
nunca que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y
principales educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable.
Pero como complementario al derecho, se pone el grave deber de los padres de
comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los
profesores y directores de las escuelas.
Si en las escuelas se ensen~an ideologías contrarias a la fe
cristiana, la familia junto con otras familias, si es posible mediante formas de
asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduria ayudar a
los jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso la familia tiene
necesidad de ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no
deben olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a
la comunidad eclesial.
Un servicio múltiple a la vida
41. El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene
muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las
más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de
verdadero amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la
familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como
donación de sí mismo a los demás.
En particular los esposos que viven la experiencia de la esterilidad física,
deberán orientarse hacia esta perspectiva, rica para todos en valor y
exigencias.
Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos los hombres como
hijos del Padre común de los cielos, irán generosamente al
encuentro de los hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles
no como extran~os, sino como miembros de la única familia de los
hijos de Dios. Los padres cristianos podrán así ensanchar su amor
más allá de los vínculos de la carne y de la sangre,
estrechando esos lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan
en el servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo necesitados
incluso de lo más necesario.
Las familias cristianas se abran con mayor disponibilidad a la adopción
y acogida de aquellos hijos que están privados de sus padres o
abandonados por éstos. Mientras esos nin~os, encontrando el calor
afectivo de una familia, pueden experimentar la carin~osa y solícita
paternidad de Dios, atestiguada por los padres cristianos, y así crecer
con serenidad y confianza en la vida, la familia entera se enriquecerá
con los valores espirituales de una fraternidad más amplia.
La fecundidad de las familias debe llevar a su incesante «creatividad»,
fruto maravilloso del Espíritu de Dios, que abre el corazón para
descubrir las nuevas necesidades y sufrimientos de nuestra sociedad, y que
infunde ánimo para asumirlas y darles respuesta. En este marco se
presenta a las familias un vasto campo de acción; en efecto, todavía
más preocupante que el abandono de los nin~os es hoy el fenómeno
de la marginación social y cultural, que afecta duramente a los ancianos,
a los enfermos, a los minusválidos, a los drogadictos, a los
excarcelados, etc.
De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la paternidad y
maternidad de las familias cristianas; un reto para su amor espiritualmente
fecundo viene de estas y tantas otras urgencias de nuestro tiempo. Con las
familias y por medio de ellas, el Sen~or Jesús sigue teniendo «compasión»
de las multitudes.
III - PARTICIPACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD
La familia, célula primera y vital de la sociedad
42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como
origen y fundamento de la sociedad humana»; la familia es por ello la «célula
primera y vital de la sociedad».(105)
La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad,
porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función
de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos
encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma
de la vida y del desarrollo de la sociedad misma.
Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos
de encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la
sociedad, asumiendo su función social.
La vida familiar como experiencia de comunión y participación
43. La misma experiencia de comunión y participación, que debe
caracterizar la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental
aportación a la sociedad.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están
inspiradas y guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y
favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título
de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad
desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda.
Así la promoción de una auténtica y madura comunión
de personas en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de
socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más
amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor.
De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la familia constituye
el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de
personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en
la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana,
en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los «valores».
Como dice el Concilio Vaticano II, en la familia «las distintas
generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría
y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la
vida social».(106)
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada
vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y
deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de «evasión»
—como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—,
la familia posee y comunica todavía hoy energías formidables
capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su
dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo
activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.
Función social y política
44. La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a
la acción procreadora y educativa, aunque encuentra en ella su primera e
insustituible forma de expresión.
Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse
a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de
todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización
de previsión y asistencia de las autoridades públicas.
La aportación social de la familia tiene su originalidad, que exige
se la conozca mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida
que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus
miembros.(107)
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en nuestra
sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir la puerta de
la propia casa, y más aún la del propio corazón, a las
peticiones de los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada familia su
casa, como ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la
familia cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed
solícitos en la hospitalidad»,(108) y por consiguiente en praticar
la acogida del hermano necesitado, imitando el ejemplo y compartiendo la caridad
de Cristo: «El que diere de beber a uno de estos pequen~os sólo
un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, en verdad os digo que no
perderá su recompensa».(109)
La función social de las familias está llamada a manifestarse
también en la forma de intervención política, es decir, las
familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones
del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan
positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las
familias deben crecer en la conciencia de ser «protagonistas» de la
llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de
transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas
de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia. La llamada
del Concilio Vaticano II a superar la ética individualista vale también
para la familia como tal.(110)
La sociedad al servicio de la familia
45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la
misma manera que exige la apertura y la participación de la familia en la
sociedad y en su desarrollo, impone también que la sociedad no deje de
cumplir su deber fundamental de respetar y promover la familia misma.
Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función
complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los
hombres y de cada hombre. Pero la sociedad, y más específicamente
el Estado, deben reconocer que la familia es una «sociedad que goza de un
derecho propio y primordial»(111) y por tanto, en sus relaciones con la
familia, están gravemente obligados a atenerse al principio de
subsidiaridad.
En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las
familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí
solas o asociadas libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más
posible la iniciativa responsable de las familias. Las autoridades públicas,
convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e
irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a
las familias todas aquellas ayudas —económicas, sociales,
educativas, políticas, culturales— que necesitan para afrontar de
modo humano todas sus responsabilidades.
Carta de los derechos de la familia
46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo
entre la familia y la sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con
la realidad de su separación e incluso de su contraposición.
En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la situación
que muchas familias encuentran en diversos países es muy problemática,
si no incluso claramente negativa: instituciones y leyes desconocen injustamente
los derechos inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la
sociedad, en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con violencia en
sus valores y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que, según
los planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de
derechos y deberes antes que el Estado y cualquier otra comunidad, es víctima
de la sociedad, de los retrasos y lentitudes de sus intervenciones y más
aún de sus injusticias notorias.
Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los derechos de la
familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado. En
concreto, los Padres Sinodales han recordado, entre otros, los siguientes
derechos de la familia:
- a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre,
especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos
apropiados para mantenerla;
- a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la
vida y a educar a los hijos;
- a la intimidad de la vida conyugal y familiar;
- a la estabilidad del vínculo y de la institución
matrimonial;
- a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;
- a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores
religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones
necesarias;
- a obtener la seguridad física, social, política y económica,
especialmente de los pobres y enfermos;
- el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
- el derecho de expresión y de representación ante las
autoridades públicas, económicas, sociales, culturales y ante las
inferiores, tanto por sí misma como por medio de asociaciones;
- a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir
adecuada y esmeradamente su misión;
- a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas,
contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo,
etc.;
- el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de
la familia;
- el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;
- el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de
vida.(112)
La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo,
se encargará de estudiar detenidamente estas sugerencias, elaborando una «Carta
de los derechos de la familia», para presentarla a los ambientes y
autoridades interesadas.
Gracia y responsabilidad de la familia cristiana
47. La función social propia de cada familia compete, por un título
nuevo y original, a la familia cristiana, fundada sobre el sacramento del
matrimonio. Este sacramento, asumiendo la realidad humana del amor conyugal en
todas sus implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los padres
cristianos a vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar
el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según
Dios».(113)
El cometido social y político forma parte de la misión real o
de servicio, en la que participan los esposos cristianos en virtud del
sacramento del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al que no pueden
sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima.
De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el
testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales,
mediante la «opción preferencial» por los pobres y los
marginados. Por eso la familia, avanzando en el seguimiento del Sen~or
mediante un amor especial hacia todos los pobres, debe preocuparse especialmente
de los que padecen hambre, de los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los
drogadictos o los que están sin familia.
Hacia un nuevo orden internacional
48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos
problemas sociales, la familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva
su cometido ante el desarrollo de la sociedad; se trata de cooperar también
a establecer un nuevo orden internacional, porque sólo con la solidaridad
mundial se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos problemas
de la justicia en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz de la
humanidad.
La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la
fe y esperanza común y vivificadas por la caridad, constituye una energía
interior que origina, difunde y desarrolla justicia, reconciliación,
fraternidad y paz entre los hombres. La familia cristiana, como «pequen~a
Iglesia», está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia»,
a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función
profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el
cual el mundo entero está en camino.
Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de su
acción educadora, es decir, ofreciendo a los hijos un modelo de vida
fundado sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con
un compromiso activo y responsable para el crecimiento auténticamente
humano de la sociedad y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes
modos, a las asociaciones dedicadas específicamente a los problemas del
orden internacional.
IV - PARTICIPACIÓN EN LA VIDA Y MISIÓN DE LA IGLESIA
La familia en el misterio de la Iglesia
49. Entre los cometidos fundamentales de la familia cristiana se halla el
eclesial, es decir, que ella está puesta al servicio de la edificación
del Reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y
misión de la Iglesia.
Para comprender mejor los fundamentos, contenidos y características
de tal participación, hay que examinar a fondo los múltiples y
profundos vínculos que unen entre sí a la Iglesia y a la familia
cristiana, y que hacen de esta última como una «Iglesia en miniatura»
(Ecclesia domestica)(114) de modo que sea, a su manera, una imagen viva
y una representación histórica del misterio mismo de la Iglesia.
Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa, edifica la familia
cristiana, poniendo en práctica para con la misma la misión de
salvación que ha recibido de su Sen~or. Con el anuncio de la
Palabra de Dios, la Iglesia revela a la familia cristiana su verdadera
identidad, lo que es y debe ser según el plan del Sen~or; con la
celebración de los sacramentos, la Iglesia enriquece y corrobora a la
familia cristiana con la gracia de Cristo, en orden a su santificación
para la gloria del Padre; con la renovada proclamación del mandamiento
nuevo de la caridad, la Iglesia anima y guía a la familia cristiana al
servicio del amor, para que imite y reviva el mismo amor de donación y
sacrificio que el Sen~or Jesús nutre hacia toda la humanidad.
Por su parte la familia cristiana está insertada de tal forma en el
misterio de la Iglesia que participa, a su manera, en la misión de
salvación que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres
cristianos, en virtud del sacramento, «poseen su propio don, dentro del
Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida».(115) Por eso no sólo «reciben»
el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad «salvada», sino
que están también llamados a «transmitir» a los hermanos
el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora».
De esta manera, a la vez que es fruto y signo de la fecundidad sobrenatural de
la Iglesia, la familia cristiana se hace símbolo, testimonio y
participación de la maternidad de la Iglesia.(116)
Un cometido eclesial propio y original
50. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y
responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es
decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar,
en cuanto comunidad íntima de vida y de amor.
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son renovados por
Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión
de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria;
juntos, pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos
en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo.
Deben ser en la fe «un corazón y un alma sola»,(117) mediante
el común espíritu apostólico que los anima y la colaboración
que los empen~a en las obras de servicio a la comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia
mediante esas mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su condición
de vida. Es por ello en el amor conyugal y familiar —vivido en su
extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad
y fecundidad(118)— donde se expresa y realiza la participación de la
familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de
Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida constituyen por lo tanto el núcleo
de la misión salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y
para la Iglesia.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando dice: «La familia hará
partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales.
Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el
matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre
Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador
en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la
generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación
amorosa de todos sus miembros».(119)
Puesto así el fundamento de la participación de la
familia cristiana en la misión eclesial, hay que poner de manifiesto
ahora su contenido en la triple unitaria referencia a Jesucristo Profeta,
Sacerdote y Rey, presentando por ello la familia cristiana como 1) comunidad
creyente y evangelizadora, 2) comunidad en diálogo con Dios, 3) comunidad
al servicio del hombre.
1) La familia cristiana, comunidad creyente y evangelizadora
La fe, descubrimiento y admiración del plan de Dios sobre la
familia
51. Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia, la cual
escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con firme
confianza,(120)
la familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y
anunciando la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más,
una comunidad creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la
fe,(121) ya que son llamados a acoger la Palabra del Sen~or que les revela
la estupenda novedad —la Buena Nueva— de su vida conyugal y familiar,
que Cristo ha hecho santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la fe
ellos pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha
elevado Dios el matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y
lugar de la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la
Iglesia esposa suya. La misma preparación al matrimonio cristiano se
califica ya como un itinerario de fe. Es, en efecto, una ocasión
privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe
recibida en el Bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta
manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento
de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial.
El momento fundamental de la fe de los esposos está en la celebración
del sacramento del matrimonio, que en el fondo de su naturaleza es la proclamación,
dentro de la Iglesia, de la Buena Nueva sobre el amor conyugal. Es la Palabra de
Dios que «revela» y «culmina» el proyecto sabio y amoroso
que Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y real participación
en el amor mismo de Dios hacia la humanidad. Si la celebración
sacramental del matrimonio es en sí misma una proclamación de la
Palabra de Dios en cuanto son por título diverso protagonistas y
celebrantes, debe ser una «profesión de fe» hecha dentro y con
la Iglesia, comunidad de creyentes.
Esta profesión de fe ha de ser continuada en la vida de los esposos y
de la familia. En efecto, Dios que ha llamado a los esposos «al»
matrimonio, continúa a llamarlos «en el» matrimonio.(122)
Dentro y a través de los hechos, los problemas, las dificultades, los
acontecimientos de la existencia de cada día, Dios viene a ellos,
revelando y proponiendo las «exigencias» concretas de su participación
en el amor de Cristo por su Iglesia, de acuerdo con la particular situación
—familiar, social y eclesial— en la que se encuentran. El
descubrimiento y la obediencia al plan de Dios deben hacerse «en conjunto»
por parte de la comunidad conyugal y familiar, a través de la misma
experiencia humana del amor vivido en el Espíritu de Cristo entre los
esposos, entre los padres y los hijos.
Para esto, también la pequen~a Iglesia doméstica, como
la gran Iglesia, tiene necesidad de ser evangelizada continua e intensamente. De
ahí deriva su deber de educación permanente en la fe.
Ministerio de evangelización de la familia cristiana
52. En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en
la fe, se hace comunidad evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La
familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es
transmitido y desde donde éste se irradia.
Dentro pues de una familia consciente de esta misión, todos los
miembros de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo
comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos
este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace
evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive».(123)
Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada lanzada en Puebla,
la futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica.(124)
Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el
Bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para
transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según
el plan de Dios.
La familia cristiana, hoy sobre todo, tiene una especial vocación a
ser testigo de la alianza pascual de Cristo, mediante la constante irradiación
de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza, de la que debe
dar razón: «La familia cristiana proclama en voz alta tanto las
presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada».(125)
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con singular fuerza en
determinadas situaciones, que la Iglesia constata por desgracia en diversos
lugares: «En los lugares donde una legislación antirreligiosa
pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la
incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente
imposible una verdadera creencia religiosa, la Iglesia doméstica es el único
ámbito donde los nin~os y los jóvenes pueden recibir una auténtica
catequesis».(126)
Un servicio eclesial
53. El ministerio de evangelización de los padres cristianos es
original e insustituible y asume las características típicas de la
vida familiar, hecha, como debería estar, de amor, sencillez, concreción
y testimonio cotidiano.(127)
La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno
cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de
Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores
transcendentes, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con
generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación
en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor
seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios.
El ministerio de evangelización y catequesis de los padres debe
acompan~ar la vida de los hijos también durante su adolescencia y
juventud, cuando ellos, como sucede con frecuencia, contestan o incluso rechazan
la fe cristiana recibida en los primeros an~os de su vida. Y así
como en la Iglesia no se puede separar la obra de evangelización del
sufrimiento del apóstol, así también en la familia
cristiana los padres deben afrontar con valentía y gran serenidad de espíritu
las dificultades que halla a veces en los mismos hijos su ministerio de
evangelización.
No hay que olvidar que el servicio llevado a cabo por los cónyuges y
padres cristianos en favor del Evangelio es esencialmente un servicio eclesial,
es decir, que se realiza en el contexto de la Iglesia entera en cuanto comunidad
evangelizada y evangelizadora. En cuanto enraizado y derivado de la única
misión de la Iglesia y en cuanto ordenado a la edificación del único
Cuerpo de Cristo,(128) el ministerio de evangelización y de catequesis de
la Iglesia doméstica ha de quedar en íntima comunión y ha
de armonizarse responsablemente con los otros servicios de evangelización
y de catequesis presentes y operantes en la comunidad eclesial, tanto diocesana
como parroquial.
Predicar el Evangelio a toda criatura
54. La universalidad sin fronteras es el horizonte propio de la evangelización,
animada interiormente por el afán misionero, ya que es de hecho la
respuesta a la explícita e inequívoca consigna de Cristo: «Id
por el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura».(129)
También la fe y la misión evangelizadora de la familia
cristiana poseen esta dimensión misionera católica. El sacramento
del matrimonio que plantea con nueva fuerza el deber arraigado en el bautismo y
en la confirmación de defender y difundir la fe,(130) constituye a los cónyuges
y padres cristianos en testigos de Cristo «hasta los últimos
confines de la tierra»,(131) como verdaderos y propios misioneros» del
amor y de la vida.
Una cierta forma de actividad misionera puede ser desplegada ya en el
interior de la familia. Esto sucede cuando alguno de los componentes de la misma
no tiene fe o no la practica con coherencia. En este caso, los parientes deben
ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y sostenga en el camino hacia
la plena adhesión a Cristo Salvador.(132)
Animada por el espíritu misionero en su propio interior, la Iglesia
doméstica está llamada a ser un signo luminoso de la presencia de
Cristo y de su amor incluso para los «alejados», para las familias que
no creen todavía y para las familias cristianas que no viven
coherentemente la fe recibida. Está llamada «con su ejemplo y
testimonio» a iluminar «a los que buscan la verdad».(133)
Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila se
presentaban como una pareja misionera,(134) así también la Iglesia
testimonia hoy su incesante novedad y vigor con la presencia de cónyuges
y familias cristianas que, al menos durante un cierto período de tiempo,
van a tierras de misión a anunciar el Evangelio, sirviendo al hombre por
amor de Jesucristo.
Las familias cristianas dan una contribución particular a la causa
misionera de la Iglesia, cultivando la vocación misionera en sus propios
hijos e hijas(135) y, de manera más general, con una obra educadora que
prepare a sus hijos, desde la juventud «para conocer el amor de Dios hacia
todos los hombres».(136)
2) La familia cristiana, comunidad en diálogo con Dios
El santuario doméstico de la Iglesia
55. El anuncio del Evangelio y su acogida mediante la fe encuentran su
plenitud en la celebración sacramental. La Iglesia, comunidad creyente y
evangelizadora, es también pueblo sacerdotal, es decir, revestido de la
dignidad y partícipe de la potestad de Cristo, Sumo Sacerdote de la nueva
y eterna Alianza.(137)
También la familia cristiana está inserta en la Iglesia,
pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está
enraizada y de la que se alimenta, es vivificada continuamente por el Sen~or
y es llamada e invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental,
el ofrecimiento de la propia vida y oración.
Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe
ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de
las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la
familia cristiana es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad
eclesial y al mundo.
El matrimonio, sacramento de mutua santificación y acto de
culto
56. Fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges
y para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y
especifica la gracia santificadora del bautismo. En virtud del misterio de la
muerte y resurrección de Cristo, en el que el matrimonio cristiano se sitúa
de nuevo, el amor conyugal es purificado y santificado: «El Sen~or se
ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la
gracia y la caridad».(138)
El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del
matrimonio, sino que acompan~a a los cónyuges a lo largo de toda su
existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando
dice que Jesucristo «permanece con ellos para que los esposos, con su mutua
entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la
Iglesia y se entregó por ella... Por ello los esposos cristianos, para
cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como
consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión
conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su
vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección
y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación
de Dios».(139)
La vocación universal a la santidad está dirigida también
a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada
por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias
de la existencia conyugal y familiar.(140) De ahí nacen la gracia y la
exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y
familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la
alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo, de los que se ha
ocupado en más de una ocasión el Sínodo.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están
ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del
Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios»,(141) es en sí
mismo un acto litúrgico de glorificación de Dios en Jesucristo y
en la Iglesia. Celebrándolo, los cónyuges cristianos profesan su
gratitud a Dios por el bien sublime que se les da de poder revivir en su
existencia conyugal y familiar el amor mismo de Dios por los hombres y del Sen~or
Jesús por la Iglesia, su esposa.
Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de
vivir cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento
brotan también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su
vida en un continuo sacrificio espiritual.(142) También a los esposos y
padres cristianos, de modo especial en esas realidades terrenas y temporales que
los caracterizan, se aplican las palabras del Concilio: «También los
laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el
mundo mismo a Dios».(143)
Matrimonio y Eucaristía
57. El deber de santificación de la familia cristiana tiene su
primera raíz en el bautismo y su expresión máxima en la
Eucaristía, a la que está íntimamente unido el matrimonio
cristiano. El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve la especial
relación existente entre la Eucaristía y el matrimonio, pidiendo
que habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa».(144)
Volver a encontrar y profundizar tal relación es del todo necesario, si
se quiere comprender y vivir con mayor intensidad la gracia y las
responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto,
el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la
Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz.(145) Y en este sacrificio
de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz
de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su alianza
conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de Cristo por
su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el don eucarístico
de la caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión»
y de su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los
diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo, revelación
y participación de la más amplia unidad de la Iglesia; además,
la participación en el Cuerpo «entregado» y en la Sangre «derramada»
de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico
de la familia cristiana.
El sacramento de la conversión y reconciliación
58. Parte esencial y permanente del cometido de santificación de la
familia cristiana es la acogida de la llamada evangélica a la conversión,
dirigida a todos los cristianos que no siempre permanecen fieles a la «novedad»
del bautismo que los ha hecho «santos». Tampoco la familia es siempre
coherente con la ley de la gracia y de la santidad bautismal, proclamada
nuevamente en el sacramento del matrimonio.
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia cristiana que
tanta parte tienen en la vida cotidiana, hallan su momento sacramental específico
en la Penitencia cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así
escribía Pablo VI en la encíclica Humanae vitae: «Y
si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran
con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el
Sacramento de la Penitencia».(146)
La celebración de este sacramento adquiere un significado particular
para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo
el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la
alianza de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y
todos los miembros de la familia son alentados al encuentro con Dios «rico
en misericordia»,(147) el cual, infundiendo su amor más fuerte que
el pecado,(148) reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión
familiar.
La plegaria familiar
59. La Iglesia ora por la familia cristiana y la educa para que viva en
generosa coherencia con el don y el cometido sacerdotal recibidos de Cristo Sumo
Sacerdote. En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el
matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el
fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la
cual su misma existencia cotidiana se transforma en «sacrificio espiritual
aceptable a Dios por Jesucristo».(149) Esto sucede no sólo con la
celebración de la Eucaristía y de los otros sacramentos o con la
ofrenda de sí mismos para gloria de Dios, sino también con la vida
de oración, con el diálogo suplicante dirigido al Padre por medio
de Jesucristo en el Espíritu Santo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es una oración
hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión
en la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva
de los sacramentos del bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia
cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Sen~or
Jesús promete su presencia: «Os digo en verdad que si dos de
vosotros conviniéreis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo
otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».(150)
Esta plegaria tiene como contenido original la misma vida de familia
que en las diversas circunstancias es interpretada como vocación de Dios
y es actuada como respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores,
esperanzas y tristezas, nacimientos y cumplean~os, aniversarios de la boda
de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y
decisivas, muerte de personas queridas, etc., sen~alan la intervención
del amor de Dios en la historia de la familia, como deben también sen~alar
el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de
abandono confiado de la familia al Padre común que está en los
cielos. Además, la dignidad y responsabilidades de la familia cristiana
en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda
incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con
humildad y confianza en la oración.
Maestros de oración
60. En virtud de su dignidad y misión, los padres cristianos tienen
el deber específico de educar a sus hijos en la plegaria, de
introducirlos progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y del
coloquio personal con Él: «Sobre todo en la familia cristiana,
enriquecida con la gracia y los deberes del sacramento del matrimonio, importa
que los hijos aprendan desde los primeros an~os a conocer y a adorar a
Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el bautismo».(151)
Elemento fundamental e insustituible de la educación a la oración
es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres; sólo orando
junto con sus hijos, el padre y la madre, mientras ejercen su propio sacerdocio
real, calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que
los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar. Escuchemos
de nuevo la llamada que Pablo VI ha dirigido a las madres y a los padres: «Madres,
?ensen~áis a vuestros nin~os las oraciones del
cristiano? ?Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros
hijos para los sacramentos de la primera edad: confesión, comunión,
confirmación? ?Los acostumbráis, si están enfermos, a
pensar en Cristo que sufre? ?A invocar la ayuda de la Virgen y de los
santos? ?Rezáis el rosario en familia? Y vosotros, padres, ?sabéis
rezar con vuestros hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos
alguna vez? Vuestro ejemplo, en la rectitud del pensamiento y de la acción,
apoyado por alguna oración común vale una lección de vida,
vale un acto de culto de un mérito singular; lleváis de este modo
la paz al interior de los muros domésticos: "Pax huic domui".
Recordad: así edificáis la Iglesia».(152)
Plegaria litúrgica y privada
61. Hay una relación profunda y vital entre la oración de la
Iglesia y la de cada uno de los fieles, como ha confirmado claramente el
Concilio Vaticano II.(153) Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia
doméstica es la de constituir para los hijos la introducción
natural a la oración litúrgica propia de toda la Iglesia, en el
sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito de la vida personal,
familiar y social. De aquí deriva la necesidad de una progresiva
participación de todos los miembros de la familia cristiana en la
Eucaristía, sobre todo los domingos y días festivos, y en los
otros sacramentos, de modo particular en los de la iniciación cristiana
de los hijos. Las directrices conciliares han abierto una nueva posibilidad a la
familia cristiana, que ha sido colocada entre los grupos a los que se recomienda
la celebración comunitaria del Oficio divino.(154) Pondrán
asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar, incluso en casa y de
manera adecuada a sus miembros, los tiempos y festividades del an~o litúrgico.
Para preparar y prolongar en casa el culto celebrado en la iglesia, la
familia cristiana recurre a la oración privada, que presenta gran
variedad de formas. Esta variedad, mientras testimonia la riqueza extraordinaria
con la que el Espíritu anima la plegaria cristiana, se adapta a las
diversas exigencias y situaciones de vida de quien recurre al Sen~or. Además
de las oraciones de la man~ana y de la noche, hay que recomendar explícitamente
—siguiendo también las indicaciones de los Padres Sinodales— la
lectura y meditación de la Palabra de Dios, la preparación a los
sacramentos, la devoción y consagración al Corazón de Jesús,
las varias formas de culto a la Virgen Santísima, la bendición de
la mesa, las expresiones de la religiosidad popular.
Dentro del respeto debido a la libertad de los hijos de Dios, la Iglesia ha
propuesto y continúa proponiendo a los fieles algunas prácticas de
piedad en las que pone una particular solicitud e insistencia. Entre éstas
es de recordar el rezo del rosario: «Y ahora, en continuidad de intención
con nuestros Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del santo
Rosario en familia .... no cabe duda de que el Rosario a la Santísima
Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces
oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar. Nos
queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se
convierta en tiempo de oración, el Rosario sea su expresión
frecuente y preferida».(155) Así la auténtica devoción
mariana, que se expresa en la unión sincera y en el generoso seguimiento
de las actitudes espirituales de la Virgen Santísima, constituye un medio
privilegiado para alimentar la comunión de amor de la familia y para
desarrollar la espiritualidad conyugal y familiar. Ella, la Madre de Cristo y de
la Iglesia, es en efecto y de manera especial la Madre de las familias
cristianas, de las Iglesias domésticas.
Plegaria y vida
62. No hay que olvidar nunca que la oración es parte constitutiva y
esencial de la vida cristiana considerada en su integridad y profundidad. Más
aún, pertenece a nuestra misma «humanidad» y es «la
primera expresión de la verdad interior del hombre, la primera condición
de la auténtica libertad del espíritu».(156)
Por ello la plegaria no es una evasión que desvía del
compromiso cotidiano, sino que constituye el empuje más fuerte para que
la familia cristiana asuma y ponga en práctica plenamente sus
responsabilidades como célula primera y fundamental de la sociedad
humana. En ese sentido, la efectiva participación en la vida y misión
de la Iglesia en el mundo es proporcional a la fidelidad e intensidad de la
oración con la que la familia cristiana se una a la Vid fecunda, que es
Cristo.(157)
De la unión vital con Cristo, alimentada por la liturgia, de la
ofrenda de sí mismo y de la oración deriva también la
fecundidad de la familia cristiana en su servicio específico de promoción
humana, que no puede menos de llevar a la transformación del mundo.(158)
3 ) La familia cristiana, comunidad al servicio del hombre
El nuevo mandamiento del amor
63. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene la misión
de llevar a todos los hombres a acoger con fe la Palabra de Dios, a celebrarla y
profesarla en los sacramentos y en la plegaria, y finalmente a manifestarla en
la vida concreta según el don y el nuevo mandamiento del amor.
La vida cristiana encuentra su ley no en un código escrito, sino en
la acción personal del Espíritu Santo que anima y guía al
cristiano, es decir, en «la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús»:(159)
«el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu
Santo, que nos ha sido dado».(160)
Esto vale también para la pareja y para la familia cristiana: su guía
y norma es el Espíritu de Jesús, difundido en los corazones con la
celebración del sacramento del matrimonio. En continuidad con el bautismo
de agua y del Espíritu, el matrimonio propone de nuevo la ley evangélica
del amor, y con el don del Espíritu la graba más profundamente en
el corazón de los cónyuges cristianos. Su amor, purificado y
salvado, es fruto del Espíritu que actúa en el corazón de
los creyentes y se pone a la vez como el mandamiento fundamental de la vida
moral que es una exigencia de su libertad responsable.
La familia cristiana es así animada y guiada por la ley nueva del Espíritu
y en íntima comunión con la Iglesia, pueblo real, es llamada a
vivir su «servicio» de amor a Dios y a los hermanos. Como Cristo
ejerce su potestad real poniéndose al servicio de los hombres,(161) así
también el cristiano encuentra el auténtico sentido de su
participación en la realeza de su Sen~or, compartiendo su espíritu
y su actitud de servicio al hombre: «Este poder lo comunicó a sus
discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana
libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el
reino del pecado (cf. Rom 6, 12). Más aún, para que
sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan con humildad y
paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También
por medio de los fieles laicos el Sen~or desea dilatar su reino: reino
de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y
de paz. Un reino en el cual la misma creación será liberada de
la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la
gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 21)».(162)
Descubrir en cada hermano la imagen de Dios
64. Animada y sostenida por el mandamiento nuevo del amor, la familia
cristiana vive la acogida, el respeto, el servicio a cada hombre, considerado
siempre en su dignidad de persona y de hijo de Dios.
Esto debe realizarse ante todo en el interior y en beneficio de la pareja y
la familia, mediante el cotidiano empen~o en promover una auténtica
comunidad de personas, fundada y alimentada por la comunión interior de
amor. Ello debe desarrollarse luego dentro del círculo más amplio
de la comunidad eclesial en el que la familia cristiana vive. Gracias a la
caridad de la familia, la Iglesia puede y debe asumir una dimensión más
doméstica, es decir, más familiar, adoptando un estilo de
relaciones más humano y fraterno.
La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya
que «cada hombre es mi hermano»; en cada uno, sobre todo si es pobre,
débil, si sufre o es tratado injustamente, la caridad sabe descubrir el
rostro de Cristo y un hermano a amar y servir.
Para que el servicio al hombre sea vivido en la familia de acuerdo con el
estilo evangélico, hay que poner en práctica con todo cuidado lo
que ensen~a el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la
caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver
en el prójimo la imagen de Dios, según la cual ha sido creado, y a
Cristo Sen~or, a quien en realidad se ofrece lo que al necesitado se da».(163)
La familia cristiana, mientras con la caridad edifica la Iglesia, se pone al
servicio del hombre y del mundo, actuando de verdad aquella «promoción
humana», cuyo contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del Sínodo
a las familias: «Otro cometido de la familia es el de formar los hombres al
amor y practicar el amor en toda relación humana con los demás, de
tal modo que ella no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta
a la comunidad, inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud
hacia los otros, consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad».(164)
CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR:
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompan~a a la familia cristiana en su camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la familia está
llamada a desarrollarse y crecer. Después de la preparación
durante el noviazgo y la celebración sacramental del matrimonio la pareja
comienza el camino cotidiano hacia la progresiva actuación de los valores
y deberes del mismo matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana
participa, en comunión con la Iglesia, en la experiencia de la
peregrinación terrena hacia la plena revelación y realización
del Reino de Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la intervención
pastoral de la Iglesia en apoyo de la familia. Hay que llevar a cabo toda clase
de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se
desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente prioritario, con la
certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de
la Iglesia doméstica.(165)
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las
familias cristianas más cercanas, sino que, ampliando los propios
horizontes en la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más
viva aún hacia el conjunto de las familias en general y en particular
hacia aquellas que se hallan en situaciones difíciles o irregulares. Para
todas ellas la Iglesia tendrá palabras de verdad, de bondad, de comprensión,
de esperanza, de viva participación en sus dificultades a veces dramáticas;
ofrecerá a todos su ayuda desinteresada, a fin de que puedan acercarse al
modelo de familia, que ha querido el Creador «desde el principio» y
que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso en el
sentido de que debe seguir a la familia, acompan~ándola paso a paso
en las diversas etapas de su formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación
de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países
siguen siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas,
transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y
familiar mediante una progresiva obra de educación o iniciación.
Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas
exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la
Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes
para las reponsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos negativos que se
lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, en las nuevas
situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía
de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no
saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia
ensen~a en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida
familiar, en general van mejor que los demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo
se extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia
debe promover programas mejores y más intensos de preparación al
matrimonio, para eliminar lo más posible las dificultades en que se
debaten tantos matrimonios, y más aún para favorecer positivamente
el nacimiento y maduración de matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un
proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una
preparación remota, una próxima y otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia, en la
juiciosa pedagogía familiar, orientada a conducir a los nin~os a
descubrirse a sí mismos como seres dotados de una rica y compleja
psicología y de una personalidad particular con sus fuerzas y
debilidades. Es el período en que se imbuye la estima por todo auténtico
valor humano, tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales, con
todo lo que significa para la formación del carácter, para el
dominio y recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y
encontrar a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además,
especialmente para los cristianos, una sólida formación espiritual
y catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación
y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí mismo a
Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la
preparación próxima, la cual comporta —desde la edad
oportuna y con una adecuada catequesis, como en un camino catecumenal— una
preparación más específica para los sacramentos, como un
nuevo descubrimiento. Esta nueva catequesis de cuantos se preparan al matrimonio
cristiano es absolutamente necesaria, a fin de que el sacramento sea celebrado y
vivido con las debidas disposiciones morales y espirituales. La formación
religiosa de los jóvenes deberá ser integrada, en el momento
oportuno y según las diversas exigencias concretas, por una preparación
a la vida en pareja que, presentando el matrimonio como una relación
interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse continuamente, estimule a
profundizar en los problemas de la sexualidad conyugal y de la paternidad
responsable, con los conocimientos médico-biológicos esenciales
que están en conexión con ella y los encamine a la familiaridad
con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción
de la familia (trabajo estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia
administración, nociones de economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al
apostolado familiar, a la fraternidad y colaboración con las demás
familias, a la inserción activa en grupos, asociaciones, movimientos e
iniciativas que tienen como finalidad el bien humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del
sacramento del matrimonio debe tener lugar en los últimos meses y semanas
que preceden a las nupcias, como para dar un nuevo significado, nuevo contenido
y forma nueva al llamado examen prematrimonial exigido por el derecho canónico.
De todos modos, siendo como es siempre necesaria, tal preparación se
impone con mayor urgencia para aquellos prometidos que presenten aún
carencias y dificultades en la doctrina y en la práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo al
catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de
Cristo y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del
matrimonio cristiano, así como la preparación para tomar parte
activa y consciente en los ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial —descritas
anteriormente sólo a grandes rasgos indicativos— deben sentirse
comprometidas la familia cristiana y toda la comunidad eclesial. Es deseable que
las Conferencias Episcopales, al igual que están interesadas en oportunas
iniciativas para ayudar a los futuros esposos a que sean más conscientes
de la seriedad de su elección y los pastores de almas a que acepten las
convenientes disposiciones, así también procuren que se publique
un
directorio para la pastoral de la familia. En él se deberán
establecer ante todo los elementos minimos de contenido, de duración y de
método de los «cursos de preparación», equilibrando
entre ellos los diversos aspectos —doctrinales, pedagógicos, legales
y médicos— que interesan al matrimonio, y estructurándolos de
manera que cuantos se preparen al mismo, además de una profundización
intelectual, se sientan animados a inserirse vitalmente en la comunidad
eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de
la preparación inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si
se dispensase fácilmente de ella— , sin embargo tal preparación
debe ser propuesta y actuada de manera que su eventual omisión no sea un
impedimento para la celebración del matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica,
que exprese de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial
y sacramental del pacto conyugal entre los bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración
del matrimonio —inserida en la liturgia, culmen de toda la acción de
la Iglesia y fuente de su fuerza santificadora—(166) debe ser de por sí
válida, digna y fructuosa. Se abre aquí un campo amplio para la
solicitud pastoral, al objeto de santisfacer ampliamente las exigencias
derivadas de la naturaleza del pacto conyugal elevado a sacramento y observar
además fielmente la disciplina de la Iglesia en lo referente al libre
consentimiento, los impedimentos, la forma canónica y el rito mismo de la
celebración. Este último debe ser sencillo y digno, según
las normas de las competentes autoridades de la Iglesia, a las que corresponde a
su vez —según las circunstancias concretas de tiempo y de lugar y en
conformidad con las normas impartidas por la Sede Apostólica(167)—
asumir eventualmente en la celebración litúrgica aquellos
elementos propios de cada cultura que mejor se prestan a expresar el profundo
significado humano y religioso del pacto conyugal, con tal de que no contengan
algo menos conveniente a la fe y a la moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe
llevarse a cabo de manera que constituya, incluso en su desarrollo exterior, una
proclamación de la Palabra de Dios y una profesión de fe de la
comunidad de los creyentes. El empen~o pastoral se expresará aquí
con la preparación inteligente y cuidadosa de la «liturgia de la
Palabra» y con la educación a la fe de los que participan en la
celebración, en primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la celebración litúrgica
del matrimonio debe comprometer a la comunidad cristiana, con la participación
plena, activa y responsable de todos los presentes, según el puesto e
incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote, los testigos, los padres,
los amigos, los demás fieles, todos los miembros de una asamblea que
manifiesta y vive el misterio de Cristo y de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito de
las culturas o tradiciones ancestrales, se sigan los principios anteriormente
enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los
bautizados no creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva
una atención especial a las disposiciones morales y espirituales de los
contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar aquí una dificultad
bastante frecuente, que pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el
contexto de nuestra sociedad secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia puede tener grados
diversos y es deber primario de los pastores hacerla descubrir, nutrirla y
hacerla madurar. Pero ellos deben comprender también las razones que
aconsejan a la Iglesia admitir a la celebración a quien está
imperfectamente dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros:
ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la
creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador «al
principio». La decisión pues del hombre y de la mujer de casarse según
este proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su
respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una
fidelidad incondicional, implica realmente, aunque no sea de manera plenamente
consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no
puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya por tanto inseridos en un verdadero
camino de salvación, que la celebración del sacramento y la
inmediata preparación a la misma pueden completar y llevar a cabo, dada
la rectitud de su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios, motivos de carácter
más bien social que auténticamente religioso impulsan a los novios
a pedir casarse en la iglesia. Esto no es de extran~ar. En efecto, el
matrimonio no es un acontecimiento que afecte solamente a quien se casa. Es por
su misma naturaleza un hecho también social que compromete a los esposos
ante la sociedad. Desde siempre su celebración ha sido una fiesta que une
a familias y amigos. De ahí pues que haya también motivos
sociales, además de los personales, en la petición de casarse en
la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por razón de su
bautismo, están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia y que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto
de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente —al menos de manera
implicita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando
celebra el matrimonio. Por tanto, el solo hecho de que en esta petición
haya motivos también de carácter social, no justifica un eventual
rechazo por parte de los pastores. Por lo demás, como ha ensen~ado
el Concilio Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y los elementos
rituales nutren y robustecen la fe;(168) la fe hacia la cual están ya
orientados en virtud de su rectitud de intención que la gracia de Cristo
no deja de favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración
eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe de los que
están próximos a contraer matrimonio, comporta además
muchos riesgos. En primer lugar el de pronunciar juicios infundados y
discriminatorios; el riesgo además de suscitar dudas sobre la validez del
matrimonio ya celebrado, con grave dan~o para la comunidad cristiana y de
nuevas inquietudes injustificadas para la conciencia de los esposos; se caería
en el peligro de contestar o de poner en duda la sacramentalidad de muchos
matrimonios de hermanos separados de la plena comunión con la Iglesia católica,
contradiciendo así la tradición eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos, los contrayentes
dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia
realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, el pastor de almas no puede
admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea de buena gana, tiene
obligación de tomar nota de la situación y de hacer comprender a
los interesados que, en tales circunstancias, no es la Iglesia sino ellos mismos
quienes impiden la celebración que a pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una
evangelización y catequesis prematrimonial y postmatrimonial puestas en
práctica por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y toda
mujer que se casan, celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida
sino también fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida significa
concretamente el compromiso de todos los elementos que componen la comunidad
eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación
y misión. Para que la familia sea cada vez más una verdadera
comunidad de amor, es necesario que sus miembros sean ayudados y formados en su
responsabilidad frente a los nuevos problemas que se presentan, en el servicio
recíproco, en la comparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las cuales, encontrándose
en un contexto de nuevos valores y de nuevas responsabilidades, están más
expuestas, especialmente en los primeros an~os de matrimonio, a eventuales
dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida en común
o por el nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes sepan acoger
cordialmente y valorar inteligentemente la ayuda discreta, delicada y valiente
de otras parejas que desde hace tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de
la familia. De este modo, en seno a la comunidad eclesial —gran familia
formada por familias cristianas— se actuará un mutuo intercambio de
presencia y de ayuda entre todas las familias, poniendo cada una al servicio de
las demás la propia experiencia humana, así como también
los dones de fe y de gracia. Animada por verdadero espíritu apostólico
esta ayuda de familia a familia constituirá una de las maneras más
sencillas, más eficaces y más al alcance de todos para transfundir
capilarmente aquellos valores cristianos, que son el punto de partida y de
llegada de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes familias no se
limitarán sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas así,
serán fuente de enriquecimiento para las otras familias, ya desde hace
tiempo constituidas, con su testimonio de vida y su contribución activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia
deberá reservar una atención específica con el fin de
educarlas a vivir responsablemente el amor conyugal en relación con sus
exigencias de comunión y de servicio a la vida, así como a
conciliar la intimidad de la vida de casa con la acción común y
generosa para edificación de la Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por
el advenimiento de los hijos, la pareja se convierte en familia, en sentido
pleno y específico, la Iglesia estará aún más
cercana a los padres para que acojan a sus hijos y los amen como don recibido
del Sen~or de la vida, asumiendo con alegría la fatiga de servirlos
en su crecimiento humano y cristiano.
II - ESTRUCTURAS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La acción pastoral es siempre expresión dinámica de la
realidad de la Iglesia, comprometida en su misión de salvación.
También la pastoral familiar —forma particular y específica
de la pastoral— tiene como principio operativo suyo y como protagonista
responsable a la misma Iglesia, a través de sus estructuras y agentes.
La comunidad eclesial y la parroquia en particular
70. La Iglesia, comunidad al mismo tiempo salvada y salvadora, debe ser
considerada aquí en su doble dimensión universal y particular.
Esta se expresa y se realiza en la comunidad diocesana, dividida pastoralmente
en comunidades menores entre las que se distingue, por su peculiar importancia,
la parroquia.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y
promueve la consistencia y la originalidad de las diversas Iglesias
particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más inmediato
y eficaz para la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada
Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una
conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del
Sen~or, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes
de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de
tomar en consideración la pastoral de la familia.
A la luz de esta responsabilidad hay que entender la importancia de una
adecuada preparación por parte de cuantos se comprometan específicamente
en este tipo de apostolado. Los sacerdotes, religiosos y religiosas, desde la época
de su formación, sean orientados y formados de manera progresiva y
adecuada para sus respectivas tareas. Entre otras iniciativas, me es grato
subrayar la reciente creación en Roma, en la Pontificia Universidad
Lateranense, de un Instituto Superior dedicado al estudio de los problemas de la
Familia. También en algunas diócesis se han fundado Institutos de
este tipo; los Obispos procuren que el mayor número posible de
sacerdotes, antes de asumir responsabilidades parroquiales, frecuenten cursos
especializados; en otros lugares se tienen periódicamente cursos de
formación en Institutos Superiores de estudios teológicos y
pastorales. Estas iniciativas sean alentadas, sostenidas, multiplicadas y estén
abiertas, naturalmente, también a los seglares, que con su labor
profesional (médica, legal, psicológica, social y educativa)
prestan su labor en ayuda a la familia.
La familia
71. Pero sobre todo hay que reconocer el puesto singular que, en este campo,
corresponde a lo esposos y a las familias cristianas, en virtud de la gracia
recibida en el sacramento. Su misión debe ponerse al servicio de la
edificación de la Iglesia y de la construcción del Reino de Dios
en la historia. Esto es una exigencia de obediencia dócil a Cristo Sen~or.
Él, en efecto, en virtud del matrimonio de los bautizados elevado a
sacramento confiere a los esposos cristianos una peculiar misión de apóstoles,
enviándolos como obreros a su vin~a, y, de manera especial, a este
campo de la familia.
En esta actividad ellos actúan en comunión y colaboración
con los restantes miembros de la Iglesia, que también trabajan en favor
de la familia, poniendo a disposición sus dones y ministerios.
Este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la propia
familia, con el testimonio de la vida vivida conforme a la ley divina en todos
sus aspectos, con la formación cristiana de los hijos, con la ayuda dada
para su maduración en la fe, con la educación en la castidad, con
la preparación a la vida, con la vigilancia para preservarles de los
peligros ideológicos y morales por los que a menudo se ven amenazados,
con su gradual y responsable inserción en la comunidad eclesial y civil,
con la asistencia y el consejo en la elección de la vocación, con
la mutua ayuda entre los miembros de la familia para el común crecimiento
humano y cristiano, etc. El apostolado de la familia, por otra parte, se
irradiará con obras de caridad espiritual y material hacia las demás
familias, especialmente a las más necesitadas de ayuda y apoyo, a los
pobres, los enfermos, los ancianos, los minusválidos, los huérfanos,
las viudas, los cónyuges abandonados, las madres solteras y aquellas que
en situaciones difíciles sienten la tentación de deshacerse del
fruto de su seno, etc.
Asociaciones de familias para las familias
72. Sin salir del ámbito de la Iglesia, sujeto responsable de la
pastoral familiar, hay que recordar las diversas agrupaciones de fieles, en las
que se manifiesta y se vive de algún modo el misterio de la Iglesia de
Cristo. Por consiguiente, se han de reconocer y valorar —cada una según
las características, finalidades, incidencias y métodos propios—
las varias comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de
distintas maneras, por títulos y a niveles diversos, en la pastoral
familiar.
Por este motivo el Sínodo ha reconocido expresamente la aportación
de tales asociaciones de espiritualidad, de formación y de apostolado. Su
cometido será el de suscitar en los fieles un vivo sentido de
solidaridad, favorecer una conducta de vida inspirada en el Evangelio y en la fe
de la Iglesia, formar las conciencias según los valores cristianos y no
según los criterios de la opinión pública, estimular a
obras de caridad recíproca y hacia los demás con un espíritu
de apertura, que hace de las familias cristianas una verdadera fuente de luz y
un sano fermento para las demás.
Igualmente es deseable que, con un vivo sentido del bien común, las
familias cristianas se empen~en activamente, a todos los niveles, incluso
en asociaciones no eclesiales. Algunas de estas asociaciones se proponen la
preservación, la transmisión y tutela de los sanos valores éticos
y culturales del respectivo pueblo, el desarrollo de la persona humana, la
protección médica, jurídica y social de la maternidad y de
la infancia, la justa promoción de la mujer y la lucha frente a todo lo
que va contra su dignidad, el incremento de la mutua solidaridad, el
conocimiento de los problemas que tienen conexión con la regulación
responsable de la fecundidad, según los métodos naturales
conformes con la dignidad humana y la doctrina de la Iglesia. Otras miran a la
construcción de un mundo más justo y más humano, a la
promoción de leyes justas que favorezcan el recto orden social en el
pleno respeto de la dignidad y de la legítima libertad del individuo y de
la familia, a nivel nacional e internacional, y a la colaboración con la
escuela y con las otras instituciones que completan la educación de los
hijos, etc.
III - AGENTES DE LA PASTORAL FAMILIAR
Además de la familia —objeto y sobre todo sujeto de la pastoral
familiar— hay que recordar también los otros agentes principales en
este campo concreto.
Obispos y presbíteros
73. El primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es
el obispo. Como Padre y Pastor debe prestar particular solicitud a este sector,
sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar interés,
atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las
familias y a cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la
pastoral de la familia. Procurará particularmente que la propia diócesis
sea cada vez más una verdadera «familia diocesana», modelo y
fuente de esperanza para tantas familias que a ella pertenecen. La creación
del Pontificio Consejo para la Familia se ha de ver en este contexto; es un
signo de la importancia que yo atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo,
para que al mismo tiempo sea un instrumento eficaz a fin de ayudar a promoverla
a todos los niveles.
Los obispos se valen de modo particular de los presbíteros, cuya
tarea —como ha subrayado expresamente el Sínodo— constituye una
parte esencial del ministerio de la Iglesia hacia el matrimonio y la familia. Lo
mismo se diga de aquellos diáconos a los que eventualmente se confíe
el cuidado de este sector pastoral.
Su responsabilidad se extiende no sólo a los problemas morales y litúrgicos,
sino también a los de carácter personal y social. Ellos deben
sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos, acercándose a
sus miembros, ayudándoles a ver su vida a la luz del Evangelio. No es
superfluo anotar que de esta misión, si se ejerce con el debido
discernimiento y verdadero espíritu apostólico, el ministro de la
Iglesia saca nuevos estímulos y energías espirituales aun para la
propia vocación y para el ejercicio mismo de su ministerio.
El sacerdote o el diácono preparados adecuada y seriamente para este
apostolado, deben comportarse constantemente, con respecto a las familias, como
padre, hermano, pastor y maestro, ayudándolas con los recursos de la
gracia e iluminándolas con la luz de la verdad. Por lo tanto, su ensen~anza
y sus consejos deben estar siempre en plena consonancia con el Magisterio auténtico
de la Iglesia de modo que ayude al pueblo de Dios a formarse un recto sentido de
la fe, que ha de aplicarse luego en la vida concreta. Esta fidelidad al
Magisterio permitirá también a los sacerdotes lograr una perfecta
unidad de criterios con el fin de evitar ansiedades de conciencia en los fieles.
Pastores y laicado participan dentro de la Iglesia en la misión profética
de Cristo: los laicos, testimoniando la fe con las palabras y con la vida
cristiana; los pastores, discerniendo en tal testimonio lo que es expresión
de fe genuina y lo que no concuerda con ella; la familia, como comunidad
cristiana, con su peculiar participación y testimonio de fe. Se abre así
un diálogo entre los pastores y las familias. Los teólogos y los
expertos en problemas familiares pueden ser de gran ayuda en este diálogo,
explicando exactamente el contenido del Magisterio de la Iglesia y el de la
experiencia de la vida de familia. De esta manera se comprenden mejor las ensen~anzas
del Magisterio y se facilita el camino para su progresivo desarrollo. No
obstante, es bueno recordar que la norma próxima y obligatoria en
doctrina de fe —incluso en los problemas de la familia— es competencia
del Magisterio jerárquico. Relaciones claras entre los teólogos,
los expertos en problemas familiares y el Magisterio ayudan no poco a la recta
comprensión de la fe y a promover —dentro de los límites de
la misma— el legítimo pluralismo.
Religiosos y religiosas
74. La ayuda que los religiosos, religiosas y almas consagradas en general,
pueden dar al apostolado de la familia encuentra su primera, fundamental y
original expresión precisamente en su consagración a Dios: «De
este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel maravilloso connubio, fundado
por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la
Iglesia tiene por esposo único a Cristo».(169) Esa consagración
los convierte en testigos de aquella caridad universal que, por medio de la
castidad abrazada por el Reino de los cielos, les hace cada vez más
disponibles para dedicarse generosamente al servicio divino y a las obras de
apostolado.
De ahí deriva la posibilidad de que religiosos y religiosas, miembros
de Institutos seculares y de otros Institutos de perfección,
individualmente o asociados, desarrollen su servicio a las familias, con
especial dedicación a los nin~os, especialmente a los abandonados,
no deseados, huérfanos, pobres o minusválidos; visitando a las
familias y preocupándose de los enfermos; cultivando relaciones de
respeto y de caridad con familias incompletas, en dificultad o separadas;
ofreciendo su propia colaboración en la ensen~anza y asesoramiento
para la preparación de los jóvenes al matrimonio, y en la ayuda
que hay que dar a las parejas para una procreación verdaderamente
responsable; abriendo la propia casa a una hospitalidad sencilla y cordial, para
que las familias puedan encontrar el sentido de Dios, el gusto por la oración
y el recogimiento, el ejemplo concreto de una vida vivida en caridad y alegría
fraterna, como miembros de la gran familia de Dios.
Quisiera an~adir una exhortación apremiante a los responsables
de los Institutos de vida consagrada, para que consideren —dentro del
respeto sustancial al propio carisma original— el apostolado dirigido a las
familias como una de las tareas prioritarias, requeridas más urgentemente
por la situación actual.
Laicos especializados
75. No poca ayuda pueden prestar a las familias los laicos especializados (médicos,
juristas, psicólogos, asistentes sociales, consejeros, etc.) que, tanto
individualmente como por medio de diversas asociaciones e iniciativas, ofrecen
su obra de iluminación, de consejo, de orientación y apoyo. A
ellos pueden aplicarse las exhortaciones que dirigí a la Confederación
de los Consultores familiares de inspiración cristiana: «El vuestro
es un compromiso que bien merece la calificación de misión, por lo
noble que son las finalidades que persigue, y determinantes para el bien de la
sociedad y de la misma comunidad cristiana los resultados que derivan de
ellas... Todo lo que consigáis hacer en apoyo de la familia está
destinado a tener una eficacia que, sobrepasando su ámbito, alcanza también
otras personas e incide sobre la sociedad. El futuro del mundo y de la Iglesia
pasa a través de la familia».(170)
Destinatarios y agentes de la comunicación social
76. Una palabra aparte se ha de reservar a esta categoría tan
importante en la vida moderna. Es sabido que los instrumentos de comunicación
social «inciden a menudo profundamente, tanto bajo el aspecto afectivo e
intelectual como bajo el aspecto moral y religioso, en el ánimo de
cuantos los usan», especialmente si son jóvenes.(171) Tales medios
pueden ejercer un influjo benéfico en la vida y las costumbres de la
familia y en la educación de los hijos, pero al mismo tiempo esconden
también «insidias y peligros no insignificantes»,(172) y podrían
convertirse en vehículo —a veces hábil y sistemáticamente
manipulado, como desgraciadamente acontece en diversos países del mundo—
de ideologías disgregadoras y de visiones deformadas de la vida, de la
familia, de la religión, de la moralidad y que no respetan la verdadera
dignidad y el destino del hombre.
Peligro tanto más real, cuanto «el modo de vivir, especialmente
en las naciones más industrializadas, lleva muy a menudo a que las
familias se descarguen de sus responsabilidades educativas, encontrando en la
facilidad de evasión (representada en casa especialmente por la televisión
y ciertas publicaciones) el modo de tener ocupados tiempo y actividad de los nin~os
y muchachos».(173) De ahí «el deber ... de proteger
especialmente a los nin~os y muchachos de las "agresiones" que
sufren también por parte de los mass-media», procurando que
el uso de éstos en familia sea regulado cuidadosamente. Con la misma
diligencia la familia debería buscar para sus propios hijos también
otras diversiones más sanas, más útiles y formativas física,
moral y espiritualmente «para potenciar y valorizar el tiempo libre de los
adolescentes y orientar sus energías».(174)
Puesto que además los instrumentos de comunicación social —así
como la escuela y el ambiente— inciden a menudo de manera notable en la
formación de los hijos, los padres, en cuanto receptores, deben hacerse
parte activa en el uso moderado, crítico, vigilante y prudente de tales
medios, calculando el influjo que ejercen sobre los hijos; y deben dar una
orientación que permita «educar la conciencia de los hijos para
emitir juicios serenos y objetivos, que después la guíen en la
elección y en el rechazo de los programas propuestos».(175)
Con idéntico empen~o los padres tratarán de influir en
la elección y preparación de los mismos programas, manteniéndose
—con oportunas iniciativas— en contacto con los responsables de las
diversas fases de la producción y de la transmisión, para
asegurarse que no sean abusivamente olvidados o expresamente conculcados
aquellos valores humanos fundamentales que forman parte del verdadero bien común
de la sociedad, sino que, por el contrario, se difundan programas aptos para
presentar en su justa luz los problemas de la familia y su adecuada solución.
A este respecto, mi predecesor Pablo VI escribía: «Los productores
deben conocer y respetar las exigencias de la familia, y esto requiere a veces,
por parte de ellos, una verdadera valentía, y siempre un alto sentido de
responsabilidad. Ellos, en efecto, están obligados a evitar todo lo que
pueda dan~ar a la familia en su existencia, en su estabilidad, en su
equilibrio y en su felicidad. Toda ofensa a los valores fundamentales de la
familia —se trate de erotismo o de violencia, de apología del
divorcio o de actitudes antisociales por parte de los jóvenes— es
una ofensa al verdadero bien del hombre».(176)
Yo mismo, en ocasión semejante, ponía de relieve que las
familias «deben poder contar en no pequen~a medida con la buena
voluntad, rectitud y sentido de responsabilidad de los profesionales de los mass-media:
editores, escritores, productores, directores, dramaturgos, informadores,
comentaristas y actores».(177) Por consiguiente, es justo que también
por parte de la Iglesia se siga dedicando toda atención a estas categorías
de personas, animando y sosteniendo al mismo tiempo a aquellos católicos
que se sienten llamados y tienen cualidades para trabajar en estos delicados
sectores.
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empen~o pastoral todavía más
generoso, inteligente y prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia aquellas
familias que —a menudo e independientemente de la propia voluntad, o
apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza— tienen que afrontar
situaciones objetivamente difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre
algunas categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad
no sólo de asistencia, sino de una acción más incisiva ante
la opinión pública y sobre todo ante las estructuras culturales,
profundas de sus dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por motivos
laborales; las familias de cuantos están obligados a largas ausencias,
como los militares, los navegantes, los viajeros de cualquier tipo; las familias
de los presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias que en
las grandes ciudades viven prácticamente marginadas; las que no tienen
casa; las incompletas o con uno solo de los padres; las familias con hijos
minusválidos o drogados; las familias de alcoholizados; las desarraigadas
de su ambiente culturaI y social o en peligro de perderlo; las discriminadas por
motivos políticos o por otras razones; las familias ideológicamente
divididas; las que no consiguen tener fácilmente un contacto con la
parroquia; las que sufren violencia o tratos injustos a causa de la propia fe;
las formadas por esposos menores de edad; los ancianos, obligados no raramente a
vivir en soledad o sin adecuados medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente tratándose de
obreros y campesinos, deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la
Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que es signo
de unidad en la diversidad. En cuanto sea posible estén asistidos por
sacerdotes de su mismo rito, cultura e idioma. Corresponde igualmente a la
Iglesia hacer una llamada a la conciencia pública y a cuantos tienen
autoridad en la vida social, económica y política, para que los
obreros encuentren trabajo en su propia región y patria, sean retribuidos
con un justo salario, las familias vuelvan a reunirse lo antes posible, sea
tenida en consideración su identidad cultural, sean tratadas igual que
las otras, y a sus hijos se les dé la oportunidad de la formación
profesional y del ejercicio de la profesión, así como de la posesión
de la tierra necesaria para trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente
divididas. En estos casos se requiere una particular atención pastoral.
Sobre todo hay que mantener con discreción un contacto personal con estas
familias. Los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida
cristiana. Aunque la parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay
que mantener siempre vivo el diálogo con la otra parte. Deben
multiplicarse las manifestaciones de amor y respeto, con la viva esperanza de
mantener firme la unidad. Mucho depende también de las relaciones entre
padres e hijos. Las ideologías extranas a la fe pueden estimular a los
miembros creyentes de la familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene necesidad de la
ayuda de la comunidad eclesial y de sus pastores pueden ser: la adolescencia
inquieta, contestadora y a veces problematizada de los hijos; su matrimonio que
les separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta de amor
por parte de las personas más queridas; el abandono por parte del cónyuge
o su pérdida, que abre la dolorosa experiencia de la viudez, de la muerte
de un familiar, que mutila y transforma en profundidad el núcleo original
de la familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el período de la
ancianidad, con todos sus contenidos positivos y negativos: la posible
profundización del amor conyugal cada vez más purificado y
ennoblecido por una larga e ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner
en favor de los demás, de forma nueva, la bondad y la cordura acumulada y
las energías que quedan; la dura soledad, a menudo más psicológica
y afectiva que física, por el eventual abandono o por una insuficiente
atención por parte de los hijos y de los parientes; el sufrimiento a
causa de enfermedad, por el progresivo decaimiento de las fuerzas, por la
humillación de tener que depender de otros, por la amargura de sentirse
como un peso para los suyos, por el acercarse de los últimos momentos de
la vida. Son éstas las ocasiones en las que —como han sugerido los
Padres Sinodales— más fácilmente se pueden hacer comprender y
vivir los aspectos elevados de la espiritualidad matrimonial y familiar, que se
inspiran en el valor de la cruz y resurrección de Cristo, fuente de
santificación y de profunda alegría en la vida diaria, en la
perspectiva de las grandes realidades escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la oración,
fuente de luz y de fuerza, y alimento de la esperanza cristiana.
Matrimonios mixtos
78. El número creciente de matrimonios entre católicos y otros
bautizados requiere también una peculiar atención pastoral a la
luz de las orientaciones y normas contenidas en los recientes documentos de la
Santa Sede y en los elaborados por las Conferencias Episcopales, para facilitar
su aplicación concreta en las diversas situaciones.
Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan peculiares exigencias
que pueden reducirse a tres apartados principales.
Hay que considerar ante todo las obligaciones de la parte católica
que derivan de la fe, en lo concerniente al libre ejercicio de la misma y a la
consecuente obligación de procurar, según las propias
posibilidades, bautizar y educar los hijos en la fe católica.(178)
Hay que tener presentes las particulares dificultades inherentes a las
relaciones entre marido y mujer, en lo referente al respeto de la libertad
religiosa; ésta puede ser violada tanto por presiones indebidas para
lograr el cambio de las convicciones religiosas de la otra parte, como por
impedimentos puestos a la manifestación libre de las mismas en la práctica
religiosa.
En lo referente a la forma litúrgica y canónica del
matrimonio, los Ordinarios pueden hacer uso ampliamente de sus facultades por
varios motivos.
Al tratar de estas exigencias especiales hay que poner atención en
estos puntos:
- en la preparación concreta a este tipo de matrimonio, debe
realizarse todo esfuerzo razonable para hacer comprender la doctrina católica
sobre las cualidades y exigencias del matrimonio, así como para
asegurarse de que en el futuro no se verifiquen las presiones y los obstáculos,
de los que antes se ha hablado.
- es de suma importancia que, con el apoyo de la comunidad, la parte católica
sea fortalecida en su fe y ayudada positivamente a madurar en la comprensión
y en la práctica de la misma, de manera que llegue a ser verdadero
testigo creíble dentro de la familia, a través de la vida misma y
de la calidad del amor demostrado al otro cónyuge y a los hijos.
Los matrimonios entre católicos y otros bautizados presentan aun en
su particular fisonomía numerosos elementos que es necesario valorar y
desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación
que pueden dar al movimiento ecuménico. Esto es verdad sobre todo cuando
los dos cónyuges son fieles a sus deberes religiosos. El bautismo común
y el dinamismo de la gracia procuran a los esposos, en estos matrimonios, la
base y las motivaciones para compartir su unidad en la esfera de los valores
morales y espirituales.
A tal fin, aun para poner en evidencia la importancia ecuménica de
este matrimonio mixto, vivido plenamente en la fe por los dos cónyuges
cristianos, se debe buscar —aunque esto no sea siempre fácil—
una colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico,
desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda.
Respecto a la participación del cónyuge no católico en
la comunión eucarística, obsérvense las normas impartidas
por el Secretariado para la Unión de los Cristianos.(179)
En varias partes del mundo se asiste hoy al aumento del número de
matrimonios entre católicos y no bautizados. En muchos de ellos, el cónyuge
no bautizado profesa otra religión, y sus convicciones deben ser tratadas
con respeto, de acuerdo con los principios de la Declaración Nostra
aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II sobre las relaciones con
las religiones no cristianas; en no pocos otros casos, especialmente en las
sociedades secularizadas, la persona no bautizada no profesa religión
alguna. Para estos matrimonios es necesario que las Conferencias Episcopales y
cada uno de los obispos tomen adecuadas medidas pastorales, encaminadas a
garantizar la defensa de la fe del cónyuge católico y la tutela
del libre ejercicio de la misma, sobre todo en lo que se refiere al deber de
hacer todo lo posible para que los hijos sean bautizados y educados católicamente.
El cónyuge católico debe además ser ayudado con todos los
medios en su obligación de dar, dentro de la familia, un testimonio
genuino de fe y vida católica.
Acción pastoral frente a algunas situaciones irregulares
79. En su solicitud por tutelar la familia en toda su dimensión, no sólo
la religiosa, el Sínodo no ha dejado de considerar atentamente algunas
situaciones irregulares, desde el punto de vista religioso y con frecuencia
también civil, que —con las actuales y rápidas
transformaciones culturales— se van difundiendo por desgracia también
entre los católicos con no leve dan~o de la misma institución
familiar y de la sociedad, de la que ella es la célula fundamental.
a) Matrimonio a prueba
80. Una primera situación irregular es la del llamado «matrimonio
a prueba» o experimental, que muchos quieren hoy justificar, atribuyéndole
un cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no
aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento»
tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente
término de un amor de donación, sin límite alguno ni de
tiempo ni de otras circunstancias.
La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por
motivos ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte el
don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la
donación de toda la persona; por lo demás, en la situación
actual tal donación no puede realizarse con plena verdad sin el concurso
del amor de caridad dado por Cristo. Por otra parte, el matrimonio entre dos
bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la
Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel
eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un
matrimonio indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona
humana no ha sido educada —ya desde la infancia, con la ayuda de la gracia
de Cristo y no por temor— a dominar la concupiscencia naciente e instaurar
con los demás relaciones de amor genuino. Esto no se consigue sin una
verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la
sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona humana —en todas sus
dimensiones, y por consiguiente también en lo que se refiere al propio
cuerpo— en la plenitud del misterio de Cristo.
Será muy útil preguntarse acerca de las causas de este fenómeno,
incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada solución.
b) Uniones libres de hecho
81. Se trata de uniones sin algún vínculo institucional públicamente
reconocido, ni civil ni religioso. Este fenómeno, cada vez más
frecuente, ha de llamar la atención de los pastores de almas, ya que en
el mismo puede haber elementos varios, actuando sobre los cuales será
quizá posible limitar sus consecuencias.
En efecto, algunos se consideran como obligados por difíciles
situaciones —económicas, culturales y religiosas— en cuanto
que, contrayendo matrimonio regular, quedarían expuestos a dan~os,
a la pérdida de ventajas económicas, a discriminaciones, etc. En
otros, por el contrario, se encuentra una actitud de desprecio, contestación
o rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización
socio-política o de la mera búsqueda del placer. Otros,
finalmente, son empujados por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por
condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o también
por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre
o el temor de atarse con un vínculo estable y definitivo. En algunos países
las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y propio
solamente después de un período de cohabitación y después
del nacimiento del primer hijo.
Cada uno de estos elementos pone a la Iglesia serios problemas pastorales,
por las graves consecuencias religiosas y morales que de ellos derivan (pérdida
del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su
pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo),
así como también por las consecuencias sociales (destrucción
del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso
hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación
del egoísmo).
Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales
situaciones y sus causas concretas, caso por caso; se acercarán a los que
conviven, con discreción y respeto; se empen~arán en una
acción de iluminación paciente, de corrección caritativa y
de testimonio familiar cristiano que pueda allanarles el camino hacia la
regularización de su situación. Pero, sobre todo, adelántense
ensen~ándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación
moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las
condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da
verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles
comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento.
El pueblo de Dios se esfuerce también ante las autoridades públicas
para que —resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y
nocivas para la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos— procuren
que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la
importancia institucional del matrimonio y de la familia. Y dado que en muchas
regiones, a causa de la extrema pobreza derivada de unas estructuras socio-económicas
injustas o inadecuadas, los jóvenes no están en condiciones de
casarse como conviene, la sociedad y las autoridades públicas favorezcan
el matrimonio legítimo a través de una serie de intervenciones
sociales y políticas, garantizando el salario familiar, emanando
disposiciones para una vivienda apta a la vida familiar y creando posibilidades
adecuadas de trabajo y de vida.
c) Católicos unidos con mero matrimonio civil
82. Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por
motivos ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo
matrimonio civil, rechazando o, por lo menos, diferiendo el religioso. Su
situación no puede equipararse sin más a la de los que conviven
sin vínculo alguno, ya que hay en ellos al menos un cierto compromiso a
un estado de vida concreto y quizá estable, aunque a veces no es extran~a
a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio. Buscando el
reconocimiento público del vínculo por parte del Estado, tales
parejas demuestran una disposición a asumir, junto con las ventajas,
también las obligaciones. A pesar de todo, tampoco esta situación
es aceptable para la Iglesia. La acción pastoral tratará de hacer
comprender la necesidad de coherencia entre la elección de vida y la fe
que se profesa, e intentará hacer lo posible para convencer a estas
personas a regular su propia situación a la luz de los principios
cristianos. Aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en
la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán
admitirles al uso de los sacramentos.
d) Separados y divorciados no casados de nuevo
83. Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas, incapacidad de
abrise a las relaciones interpersonales, etc., pueden conducir dolorosamente el
matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable. Obviamente la
separación debe considerarse como un remedio extremo, después de
que cualquier intento razonable haya sido inútil.
La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del cónyuge
separado, especialmente si es inocente. En este caso la comunidad eclesial debe
particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y
ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en
la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar
la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a
reanudar eventualmente la vida conyugal anterior.
Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio,
pero que —conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial
válido— no se deja implicar en una nueva unión, empen~ándose
en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las
responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de
coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a
la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta,
una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo
alguno para la admisión a los sacramentos.
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria ensen~a, por desgracia, que quien ha
recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva
unión, obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose
de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los
ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención
improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La Iglesia,
en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres,
sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos
ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a
nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su
disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien
las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han
esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente
válido. Finalmente están los que han contraído una segunda
unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están
subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio,
irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a
toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando
con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia,
pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les
exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las
iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la
fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para
implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia
rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así
los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma
su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los
divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos,
dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión
de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía.
Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la
Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión
acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les
abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente
a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la
fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que
no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo
concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como,
por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir
en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos».(180)
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos
esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe
a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral—
efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a
casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de
que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como
consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente
contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a
su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos
hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido
abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes
se han alejado del mandato del Sen~or y viven en tal situación
pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación
si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.
Los privados de familia
85. Deseo an~adir una palabra en favor de una categoría de
personas que, por la situación concreta en la que viven —a menudo no
por voluntad deliberada— considero especialmente cercanas al Corazón
de Cristo, dignas del afecto y solicitud activa de la Iglesia, así como
de los pastores.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen en absoluto
lo que con propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la humanidad
viven en condiciones de enorme pobreza, donde la promiscuidad, la falta de
vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave carencia de cultura no
permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que por motivos
diversos se han quedado solas en el mundo. Sin embargo para todas ellas existe
una «buena nueva de la familia».
Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he hablado ya de la
necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar soluciones,
también a nivel político, que permitan ayudarles a superar esta
condición inhumana de postración. Es un deber que incumbe
solidariamente a toda la sociedad, pero de manera especial a las autoridades,
por razón de sus cargos y consecuentes responsabilidades, así como
a las familias que deben demostrar gran comprensión y voluntad de ayuda.
A los que no tienen una familia natural, hay que abrirles todavía más
las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta a su vez
en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de base o en
los movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin familia en este mundo:
la Iglesia es casa y familia para todos, especialmente para cuantos están
fatigados y cargados.(181)
CONCLUSIÓN
86. A vosotros esposos, a vosotros padres y madres de familia.
A vosotros, jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia
y del mundo, y seréis los responsables de la familia en el tercer milenio
que se acerca.
A vosotros, venerables y queridos hermanos en el Episcopado y en el
sacerdocio, queridos hijos religiosos y religiosas, almas consagradas al Sen~or,
que testimoniáis a los esposos la realidad última del amor de
Dios.
A vosotros, hombres de sentimientos rectos, que por diversas motivaciones os
preocupáis por el futuro de la familia, se dirige con anhelante solicitud
mi pensamiento al final de esta Exhortación Apostólica.
?El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena
voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la
familia.
A este respecto, siento el deber de pedir un empen~o particular a los
hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la fe conocen plenamente el designio
maravilloso de Dios, tienen una razón de más para tomar con todo
interés la realidad de la familia en este tiempo de prueba y de gracia.
Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de una consigna
concreta y exigente.
Amar a la familia significa saber estimar sus valores y posibilidades,
promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar los
peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia
significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo.
Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con
frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades
crecientes, razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de
naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado: «Es
necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más
alto. Es necesario que sigan a Cristo».(182)
Corresponde también a los cristianos el deber de anunciar con
alegría y convicción la «buena nueva» sobre la familia,
que tiene absoluta necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez
mejor las palabras auténticas que le revelan su identidad, sus recursos
interiores, la importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y en
la de Dios.
La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar al fondo de
su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha aprendido en
la escuela de Cristo y en el de la historia, —interpretada a la luz del Espíritu—
no lo impone, sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla
a todos sin temor, es más, con gran confianza y esperanza, aun sabiendo
que la «buena nueva» conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través
de ella como la familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección
del amor.
Finalmente deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y
valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su
responsabilidad al servicio de la familia. Cuantos se consagran a su bien dentro
de la Iglesia, en su nombre o inspirados por ella, ya sean individuos o grupos,
movimientos o asociaciones, encuentran frecuentemente a su lado personas e
instituciones diversas que trabajan por el mismo ideal. Con fidelidad a los
valores del Evangelio y del hombre, y con respeto a un legítimo
pluralismo de iniciativas, esta colaboración podrá favorecer una
promoción más rápida e integral de la familia.
Ahora, al concluir este mensaje pastoral, que quiere llamar la atención
de todos sobre el cometido pesado pero atractivo de la familia cristiana, deseo
invocar la protección de la Sagrada Familia de Nazaret.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos an~os
el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de todas las familias
cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que transcurrió
una existencia anónima y silenciosa en un pequen~o pueblo de
Palestina; que fue probada por la pobreza, la persecución y el exilio;
que glorificó a Dios de manera incomparablemente alta y pura, no dejará
de ayudar a las familias cristianas, más aún, a todas las familias
del mundo, para que sean fieles a sus deberes cotidianos, para que sepan
soportar las ansias y tribulaciones de la vida, abriéndose generosamente
a las necesidades de los demás y cumpliendo gozosamente los planes de
Dios sobre ellas.
Que San José, «hombre justo», trabajador incansable,
custodio integérrimo de los tesoros a él confiados, las guarde,
proteja e ilumine siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también
Madre de la «Iglesia doméstica», y, gracias a su ayuda materna,
cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una «pequen~a
Iglesia», en la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de
Cristo. Sea ella, Esclava del Sen~or, ejemplo de acogida humilde y
generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz,
la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren
por las dificultades de sus familias.
Que Cristo Sen~or, Rey del universo, Rey de las familias, esté
presente como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría,
serenidad y fortaleza. A Él, en el día solemne dedicado a su
Realeza, pido que cada familia sepa dar generosamente su aportación
original para la venida de su Reino al mundo, «Reino de verdad y de vida,
Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»(183)
hacia el cual está caminando la historia.
A Cristo, a María y a José encomiendo cada familia. En sus
manos y en su corazón pongo esta Exhortación: que ellos os la
ofrezcan a vosotros, venerables Hermanos y amadísimos hijos, y abran
vuestros corazones a la luz que el Evangelio irradia sobre cada familia.
Asegurándoos mi constante recuerdo en la plegaria, imparto de corazón
a todos y cada uno, la Bendición Apostólica, en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de noviembre,
solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del an~o 1981, cuarto de mi
Pontificado.
NOTAS
1. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
2. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo
de los Obispos, 2 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
3. Cfr. Gén 1-2.
4. Cfr. Ef 5.
5. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 47; Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam,
1 (15 de agosto de 1980): AAS 72 (1980), 791.
6. Cfr. Mt 19, 4.
7. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 47.
8. Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Consejo de la Secretaría General
del Sínodo de los Obispos (23 de febrero de 1980): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 472-476.
9. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 4.
10. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12.
11. Cfr. 1 Jn 2, 20.
12. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
13. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973),
398-400.
14. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Const. dogmática sobre la divina revelación Dei
Verbum, 10.
15. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo
de los Obispos 3 (26 de septiembre del 1980): AAS 72 (1980), 1008.
16. Cfr. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CSEL
40 II, 56 s.
17. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
15.
18. Cfr. Ef 3, 8, Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44; Decr. sobre la actividad
misionera de la Iglesia Ad gentes, 15 y 22.
19. Cfr. Mt 19, 4 ss.
20. Cfr. Gén 1, 26 s.
21. 1 Jn 4, 8.
22. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 12.
23. Ibid., 48.
24. Cfr. por ej. Os, 2, 21; Jer 3, 6-13; Is 54.
25. Cfr Ez 16, 25.
26. Cfr. Os 3.
27. Cfr. Gén 2, 24; Mt 19, 5.
28. Cfr. Ef 5, 32 s.
29. Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393.
30. Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIV, can. 1: I. D. Mansi, Sacrorum
Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 33, 149 s.
31. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
32. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des
Equipes de Recherche», 3 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1032.
33. Ibid., 4: 1. c., p. 1032.
34. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 50.
35. Cfr. Gén 2, 24.
36. Ef 3, 15.
37. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 78.
38. S. Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48, 540.
39. Cfr. Mt 22, 30.
40. Cfr 1 Cor 7, 32 s.
41. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la
vida religiosa Perfectae caritatis, 12.
42. Cfr. Pío XII, Cart. Enc. Sacra virginitas, II: AAS
46 (1954), 174 ss.
43. Cfr. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, 9 (8 de abril de
1979): AAS 71 (1979), 410 s.
44. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
45. Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71
(1979) 274.
46. Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
47. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de
1980): AAS 72 (1980), 426 s.
48. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
49; cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980):
l.c.
49. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
50. Cfr. Ef 5, 25.
51. Cfr. Mt 19, 8.
52. Ap 3, 14.
53. Cfr. 2 Cor 1, 20.
54. Cfr. Jn 13, 1.
55. Mt 19, 6.
56. Rom 8, 29.
57. Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4.
58. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11.
59. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
60. Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s.
61. Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la-Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
62. Jn 17, 21.
63. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 24.
64. Gén 1, 27.
65. Gál 3, 26.28.
66. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 19 AAS
73 (1981), 625.
67. Gén 2, 18.
68. Ibid., 2, 23.
69. S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
70. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968),
486.
71. Cfr. Ef 5, 25.
72. Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de
marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271.
73. Cfr. Ef 3, 15.
74. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
75. Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14.
76. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21
(2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159.
77. Lc 2, 52.
78. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
79. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «International
Forum on Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980) Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539.
80. Gén 1, 28.
81. Cfr. Ibid. 5, 1-3.
82. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 50.
83. Propositio 22. La conclusión del n. 11 de la Encíclica
Humanae vitae afirma: «La Iglesia, al exigir que los hombres
observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina,
ensen~a que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión
de la vida» («ut quilibet matrimonii usus ad vitam humanam procreandam
per se destinatus permaneat »): AAS 60 (1968), 488.
84. Cfr. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14.
85. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las Familias
cristianas en el mundo contemporáneo, 5 (24 de octubre del 1980): L'Osservatore
Romano en lengua espan~ola (2 de noviembre del 1980).
86. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 51.
87. Cart. Enc. Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968), 485.
88. Ibid., 12: l.c., 488 s.
89. Ibid., 14: l.c., 489.
90. Ibid., 13: l.c., 489.
91. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 51.
92. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 29: AAS 60 (1968),
501.
93. Cfr. Ibid., 25: l.c., 498 s.
94. Ibid., 21: l.c., 496.
95. Juan Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de
los Obispos, 8 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1083.
96. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 28: AAS 60
(1968), 501.
97. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison
des Equipes de Recherche», 9 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1035, cfr. también Discurso a los
Participantes en el Congreso Internacional de la Familia de Africa y de Europa,
1 s. (15 de enero de 1981): L'Osservatore Romano en lengua espan~ola,
1 de febrero de 1981.
98. Cart Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 499.
99. Decl. sobre la educación cristiana de la juventud Gravissimum
educationis, 3.
100. Conc Ecum. Vat II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 35.
101. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, IV, 58.
102.Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de
la juventud Gravissimum educationis, 2.
103. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60
s.
104. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de
la juventud Gravissimum educationis, 3.
105. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
106. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
107. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
108. Rom 12, 13.
109. Mt 10, 42.
110. Cfr. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 30.
111. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa Dignitatis
humanae, 5.
112. Cfr. Propositio 42.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 31.
114. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11; Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo
de los Obispos, 3 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
115. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
116. Cfr. Ibid., 41.
117. Act 4, 32
118. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60
(1968), 486 s.
119. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
120. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la divina
revelación Dei Verbum, 1.
121. Cfr. Rom 16, 26.
122. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60
(1968), 498.
123. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60
s.
124. Cfr. Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de América
Latina, IV, a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
125. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
126. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Catechesi tradendae, 68: AAS
71 (1979), 1334.
127. Cfr. Ibid., 36: l.c., 1308.
128. Cfr. 1 Cor 12, 4-6; Ef 4, 12 s.
129. Mc 16, 15.
130. Cfr. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
131. Act 1, 8.
132. Cfr. 1 Pe 3, 1 s.
133. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11.
134. Cfr. Act 18; Rom 16, 3 s.
135. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la actividad misionera de la
Iglesia Ad gentes, 39.
136. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 30.
137. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 10.
138. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual
Gaudium et spes, 49.
139. Ibid., 48.
140. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 41.
141. Conc. Ecum. Vat. lI, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium, 59.
142. Cfr. 1 Pe 2, 5; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática
sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.
143. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 34.
144. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 78.
145. Cfr. Jn 19, 34.
146. N. 25: AAS 60 (1968), 499.
147. Ef 2, 4.
148. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Encíclica Dives in misericordia,
13: AAS 72 (1980), 1218 s.
149. 1 Pe 2, 5.
150. Mt 18, 19 s.
151. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la
juventud Gravissimum educationis, 3; cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap.
Catechesi tradendae, 36: AAS 71 (1979), 1308.
152. Discurso en la Audiencia general (11 de agosto de 1976): Insegnamenti
di Paolo VI, XIV (1976), 640.
153. Cfr. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium,
12.
154. Cfr. Institutio Generalis de Liturgia Horarum, 27.
155. Pablo VI, Exhort. Ap. Marialis cultus, 52-54: AAS 66
(1974), 160 s.
156. Juan Pablo II, Discurso en el Santuario de la Mentorella (29 de octubre
de 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 78 s.
157. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 4.
158. Cfr. Juan Pablo I, Discurso a los Obispos de la XII Región
Pastoral de los Estados Unidos de América (21 de septiembre de 1978):
AAS 70 (1978), 767.
159. Rom 8, 2.
160. Ibid., 5, 5.
161. Cfr. Mc 10, 45.
162. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 36.
163. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem,
8.
164. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las familias
cristianas en el mundo contemporáneo, 12: L'Osservatore Romano
en lengua espan~ola (26 de octubre de 1980).
165. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la III Asamblea General de los Obispos
de América Latina, IV a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979),
204.
166. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium, 10.
167. Cfr. Ordo celebrandi matrimonium, 17.
168. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium, 59.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la
vida religiosa Perfectae caritatis, 12.
170. N. 3-4 (29 de noviembre del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, 2 (1980), 1453 s.
171. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales (7
de abril de 1969): AAS 61 (1969), 455.
172. Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales (1 de mayo del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, I (1980), 1042.
173. Juan Pablo II, Mensaje para la XV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, 5: L'Osservatore Romano en lengua espan~ola, 31 de mayo
de 1981.
174. Ibid.
175. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales:
AAS 61 (1969), 456.
176. Ibid.
177. Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales:
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 1044.
178. Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Matrimonia mixta, 4-5: AAS
62 (1970), 257 ss. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la reunión
plenaria del Secretariado para la Unión de los Cristianos (13 noviembre
de 1981): L'Osservatore Romano (14 de noviembre de 1981).
179. Instr. In quibus rerum circumstantiis (15 de junio de 1972):
AAS 64 (1972), 518-525; Nota del 17 de octubre de 1973: AAS 65
(1973), 616-619.
180. Juan Pablo II, Homilía para la clausura dd VI Sínodo de
los Obispos, 7 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1082.
181. Cfr. Mt 11, 28.
182. Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de
1980): AAS 72 (1980), 791.
183. Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo.